La fiebre del Titanic es entendible. Trasladando nuestra mentalidad hacia 1912, la aparición de un barco con sus características supone no uno, sino EL avance tecnológico y de elegancia dignos de los ideales de la revolución industrial; todo mundo le amaba, incluso aquellos que seguían sufriendo la brecha económica y que terminaron construyendo el barco de los sueños, en donde la idea de viajar a bordo del Titanic involucraba ser parte de la historia… muy a pesar de que tras el accidente sufrieran las consecuencias de este rechazo: la mayor parte de los fallecidos del evento fueron los que ocupaban la tercera clase, con un porcentaje de mortandad del 66% para los niños, 84% para los hombres, y 54% para las mujeres.
La idea de la tragedia siempre se ha planteado en la lectura del fracaso tecnológico, porque en la visión de los supervivientes, la idea se planteaba más como una tragedia menor y situación casi de orgullo para los que se volverían famosos de la noche a la mañana. Uno de los casos más frescos de la tragedia, fue el de Dorothy Gibson, quien estuvo a bordo del Titanic, sobrevivió esa noche del 14 de abril, y un mes después era la protagonista de “Salvada del Titanic” de Étienne Arnaud, una película que supervisó, y en la que actuó con la misma ropa con la que fue rescatada ese fatídico día.

Con ello también se inició el largo romance del Titanic en el cine. De 1912 a 1958 existen 6 adaptaciones; de entre las más peculiares podemos contar a La Hantise (Louis Feuillade, 1912) que usa el suceso como punto de partida de una mujer que trata de advertirle a su pareja sobre su muerte en el barco, o Titanic (1943) de Werner Klinger y Herbert Selpin, la película más cara en la Alemania nazi y que obviamente fue utilizada como propaganda, culpando a los ingleses del accidente. Estas películas en conjunto con las demás tenían una particularidad: no querían contar con precisión lo que ocurrió porque estaban más enamoradas del drama potencial presente en la ficción, de ahí que La última noche del Titanic sea una particularidad.
La película partía de la novela de Walter Lord, quien siempre tuvo una fascinación con el evento desde que era un niño y que en apoyo con el crecimiento fugaz de interés por el Titanic pasada la producción épica de 20th Century Fox de 1953 lo animaron a escribir un texto en donde buscaba de manera más fidedigna representar el drama de los pasajeros, y de los sucesos que los llevaron al accidente. El libro de Lord fue exitoso en ventas y generó atención a la hora de adaptarlo, porque además sería la primera adaptación enteramente inglesa, lejos de las aproximaciones de otros países y de lo cual, la nación nunca había declarado su posición en una obra ficticia, y no encontraron una visión más adecuada, que la de Roy Ward Baker, de esos directores que ya no hacen como antes, porque Baker tenía una afinidad y virtuosismo a la hora de dirigir obras de terror –en la siempre confiable Hammer– pero no por ello le negaba oportunidades a otros géneros.
Baker respeta el material que a manos de otro director, sería imposible de filmar, porque el guión la mayor parte del tiempo no cuenta sin un protagonista establecido, ni tampoco decide pasar mucho tiempo con un personaje como para querer generar esta asociación en el público. Se le podría tachar en ese entonces de rígida, pero lo cierto es que Baker termina haciendo una gran obra sobre el cataclismo de ese día y lo que llevó a ese momento, con una auténtica tensión que uno no pensaría podría existir en una película que ya para en ese entonces había sido repasada hasta el cansancio.
De hecho son aproximadamente 20 minutos de formalidades para pasar a 1 hora y media de cataclismo, pero sin el abaratamiento de las producciones de Irwin Allen, porque aquí lo que importa es ver el microcosmos y la rigidez histórica –hasta ese momento de lo que se había escrito- del Titanic.
Y es curioso pensarlo, porque la única estrella, es Kennet Moore como Charles Lightoller, el segundo oficial que se encarga de mandar gente a los botes salvavidas y que sirve más como rostro de dureza y liderazgo que el propio capitán. Otros rostros van apareciendo y no son difíciles de recordar, pero resulta aterrador verles intentar salvar sus vidas, lo cual a menudo no pasa, y hacia el final… obtener la tragedia en toda su extensión: con los sobrevivientes que de inmediato reconocemos, orando por las vidas perdidas.
La última noche del Titánic supo plantear el suceso con respeto, y quizás ese fue el clavo de su fatídico destino… porque no fue el éxito de taquilla que esperaban los estudios Rank y por lo que comenzaron a desconfiar en el “star system” de Moore a quien ya veían viejo y poco galán, terminándolo por abaratar en puras películas de la segunda guerra mundial a partir de la siguiente década; tampoco ayudaría que la película tuviera sólo una nominación a un Golden Globe, y con ello, las aguas del Titanic se apaciguaron, porque por primera vez resultaban veneno de taquilla.
Curiosamente, el Titanic reviviría en 1997, con la película que todo mundo vio, y con ello, la revalidación de la obra de Baker, pero más en un tono de justicia. Verán, muchas de las escenas de La última noche del Titanic son, a falta de una mejor palabra, plagadas por parte de Cameron, quien es muy probable que en algún punto haya visto la película inglesa, porque llega no sólo a repetir momentos con las mismas intenciones, hasta llega a usar actores que aparecieron en el mismo barco y la misma producción en el pasado.

Bien dicen que los grandes artistas roban, quizás este sea el caso, pero no se le puede negar a James Cameron que su capricho fílmico fue por endiosar películas de su pasado, que a su vez le dieron nueva vida a la película de Baker, quizás ya no manteniéndose como la obra definitiva, pero sí la que rompió paradigmas, que eso en uno o 60 años –que es lo que le celebramos- mantiene su peso en la historia del cine británico.