Teobaldo Arbogast
“De acuerdo con la gente experimentada, es conveniente comenzar con un principio. Yo les concedo eso y afirmo inicialmente que todos los seres humanos son aburridos. ¿O alguien será lo suficientemente aburrido para contradecirme en esto?”
Søren Kierkegaard, La rotación de cultivos.
“¡Amargo sabor, aquel que se extrae del viaje!
El mundo, monótono y pequeño, en el presente.
Ayer, mañana, siempre, nos hace ver nuestra imagen;
Un oasis de horror en un desierto de tedio”
Charles Baudelaire, El viaje.
Una salón atiborrado espera a que comience la clase. Después de los cordiales saludos y del ceremonial pase de lista, el profesor comienza exponiendo la lección que cuidadosamente ha preparado. ‘Si retomamos lo visto hasta ahora, podremos constatar que el objetivo de la filosofía reside en hallar la felicidad’. Reza la voz del profesor mientras el aire acondicionado no deja de emitir un leve zumbido. ‘Aun así, cabría cuestionar qué es lo que entendemos por felicidad y cómo podemos alcanzarla…’. Tras haber expuesto las primeras pesquisas, aquella voz languidece paulatinamente en una monótona declamación.
Miro el reloj y aún no han pasado más de quince minutos. Minutos que parecen distenderse cada vez más lento. Como si el tiempo estuviese anclado por aquel discurso agonizante. ‘No obstante, … preguntarnos ¿…condición que…atribuye… tradición filosófica?’ Trato de concentrarme nuevamente en la clase, pero en este punto ya he perdido el hilo de la misma. Las palabras ahora son el eco de un martilleo ahogado. Sonidos desarticulados que ya no significan nada.
Pienso en retirarme del lugar, ir a la cafetería, o, tal vez, saltarme el resto de la clase, pero aún es muy pronto. De una u otra forma, algo no me deja levantarme abruptamente y emprender la huida. Como si aquello implicara cierta ofensa para quien me aburre o para mis compañeros. Pero ¿por qué debería seguir soportando aquella situación?
Si bien el aburrimiento es un estado de ánimo bastante generalizado, éste aparece muchas de las veces como disimulado o negado. Como si se tratara de una actitud infantil que es necesario corregir. Sin embargo, pese a su carácter aparentemente ‘inofensivo’, el rechazo que provoca el aburrimiento supone algo más profundo y amenazador.
Algo cuya fuerza de repulsión mantiene al mundo en un incesante estado de ocupación. En una vorágine de entretenimiento que no deja espacio para la gravedad del tedio. Un tedio que, vale la pena advertirlo, descansaría peligrosamente sobre un abismo. Es decir, sobre la ausencia de sentido que se hace patente a través de la angustia y que cimbra violentamente nuestra relación con el mundo.
Observo al resto de la clase y no puedo evitar notar una impaciencia en sus gestos. El tic nervioso de una pierna que no deja de sacudirse, la discreta revisión del celular en busca de una notificación inexistente, el audaz malabarismo con el bolígrafo sobre el regazo y, sobre todo, el inconfundible bostezo. Síntomas que delatan, en menor o mayor medida, el impostergable aburrimiento.
Porque los mismos dioses tuvieron que crear a la humanidad para matar el tiempo. Divino remedio que arrastraría consigo a la creación en un despliegue de hastío. Y es que si bien el tema cobra una especial relevancia durante el Romanticismo, sus huellas podrían rastrearse hasta el mítico relato del paraíso bíblico. Hasta un Adán y una Eva que estaban demasiado aburridos cómo para permanecer en aquel tedioso Edén.
Por ello no resulta sorprendente la vinculación entre el ocio y el mal. Como si el primero fuese el caldo de cultivo para propiciar el segundo. Para suscitar alguna transgresión que nos permita sustraernos del aburrimiento. Quemar una biblioteca, incendiar media Roma, asaltar un peral, iniciar un club de la pelea…Pero cabría advertir que el ocio y el aburrimiento no son conceptos sinónimos. Que, a diferencia de este último, uno siempre puede disfrutar del no-hacer-nada que procura la ociosidad. Un no-hacer-nada que, pese al estigma de la productividad y de la ocupación, podría convertirse inclusive en un estado sumamente placentero.
No obstante, en este momento no siento la levedad del ocio, sino el malestar del aburrimiento. La clase sigue en marcha y el profesor habla más acaloradamente. Aunque en este punto podría marcharme o sumergirme en el desplazamiento incesante del celular, permanezco en mi silla mirando el rostro del profesor. Un rostro que ya se muestra rojizo por la charla ininterrumpida y que deja ver una vena saltada sobre su sien.
A pesar del ambiente fresco por el aire acondicionado, el sudor comienza a manchar el cuello de su camisa. Entonces una gota comienza a resbalar desde su frente. Una gota que baja hasta su mejilla derecha para acumularse con otras gotitas sobre su mentón. La procesión de sudor es así interrumpida por un discreto gesto de su mano. Un gesto que repite de tanto en tanto mientras alza la mirada para asegurar la atención de sus estudiantes.
Las palabras del profesor vuelven a sonar en mi cabeza y me doy cuenta de que la clase está por terminar. Que si bien no siempre podemos huir del aburrimiento, al menos cabe la posibilidad de hacerlo soportable. Una posibilidad que apuntaría de manera irónica hacia la limitación de recursos. Es decir, hacia una visión distinta de aquello que nos sume en el tedio. Como si se tratara, según propone Kierkegaard, de rotar un cultivo. De cambiar no tanto de suelo, si no el grano y el modo en que lo sembramos. Y es que a veces una gota de sudor basta para salvarnos de lo que sería una experiencia insufrible.