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viernes, marzo 29, 2024

Los acompañantes

Aquel fue un invierno muy duro para su artritis. Las ventiscas de aire se colaban por las ventanas hasta sus huesos, lo que le causó achaques de lo más molestos, y aunque los analgésicos mantuvieron a raya el dolor, Lucila prefería quedarse acostada en su cama ortopédica. Era tan sólo el sonido de los platos chocando entre ellos que anunciaban el desayuno, lo que la sacaba de su sedentarismo invernal.

Se estiró cuan larga y lanzó un bostezo de lo más espeluznante, con la energía renovada se bajó de la cama y caminó airosa hacia el desayunador. Sentada frente a los platos, giró la cabeza y con su mirada pizpireta buscó en Alejandro la instrucción para iniciar con el festín. “Come”, le instruyó Alejandro con una voz firme mientras le señalaba la comida que él le había preparado. Ella siempre lo consideró como un cocinero muy regular, por no decir malo; claro que nunca se lo dijo, pues estaba consciente del tiempo que Alejandro dedicaba a estudiar y  conseguir los alimentos más ricos en condroitina y glucosamina, sustancias esenciales para controlar la artritis, además no quería herir sus sentimientos. “Te quedó riquísimo Alex”, le dijo agradecida, aunque él nunca parecía entenderle, sólo se limitaba a pellizcarle la mejilla.

Después del desayuno, Lucila estaba ansiosa por salir a caminar al parque, pero tampoco podía hacerlo sin abrigo, por lo que Alejandro la ayudó a ponerse una chamarra que hacía juego con su collar. Ella se empeñó en bajar las escaleras del edificio por su cuenta, pero el crujir de sus articulaciones le recordó que sus mejores años ya se habían ido y que no regresarían nunca. Alejandro la cargó y ella bufó. De regreso al suelo, fue una caminata lenta pero constante, disfrutó de la brisa fresca, y aunque le dolían las caderas, se esforzaba por caminar sin cojear, para no preocupar a su ya preocupado acompañante. En el parque, Lucila solía encontrarse con sus vecinos, quienes se reunían alrededor de ella a escuchar sus aventuras de fin de semana, que eran las más impresionantes de todas: desde vacaciones en las playas de Oaxaca, hasta caminatas en el lago de la Luna en el Nevado de Toluca, que por cierto eran las favoritas de Lucila. Sin embargo, de un tiempo acá sus aventuras eran menos y cada vez menos emocionantes, “esa ya nos la habías contado Lucila”, le dijo su malhumorada vecina de ascendencia alemana, mientras rompía el círculo para regresar con su respectivo acompañante, pero era verdad. Tan sólo en el último año, las aventuras de Lucila y Alejandro habían sido en los consultorios de ocho doctores en el país, los más especializados en enfermedades de los huesos, pero todos les dieron el mismo diagnóstico: “no hay nada por hacer”. Alejandro, apoderado por su terquedad y con el aplomo de saberse el mejor abogado litigante de México con tan sólo treinta y cuatro años de edad, se sumergió en decenas de libros que pudieran darle la solución que los médicos no pudieron. Por otra parte, ante el trágico destino de morir con tan sólo dieciocho años de edad, Lucila se embarcaría en una última aventura: encontrar a su propio reemplazo.

Hacerlo no sería sencillo; sabía que no muchas tolerarían la indomable personalidad de Alejandro, quien prefería pasar un viernes por la noche leyendo la trilogía de libros que Santiago Posteguillo escribió sobre los héroes de la segunda guerra púnica: Aníbal Barca y Publio Cornelio Escipión, que pasarlo en cualquier club nocturno. A estos lugares, Alejandro los describía como espacios obscuros, sucios, ruidosos y caros, en los que las personas, agotadas de su rutinaria vida semanal, se enfrascan y se limitan a existir demasiado cerca unas de las otras. La obviamente inexistente vida nocturna de Alejandro no era lo que más preocupaba a Lucila, sino su trastorno compulsivo que giraba en torno a seis ruedas: las primeras dos, de una bicicleta de montaña de fibra de carbono, que de un trípode colgaba en medio de la sala principal del departamento, y las cuatro restantes, de un viejo Alfa Romeo 147 GTA, al que el describía como el “próximo clásico”. Nótese que el “próximo clásico” pasaba la mitad del año en el taller.

A partir de entonces, Lucila buscó todo contacto posible, ya fuera con vecinos o extraños a fin de lograr su último cometido, y si bien era cierto que la mayoría de candidatas resultaron insuficientemente cualificadas para los parámetros que estableció, también lo era que Alejandro apenas les prestó atención. Sólo en los casos de tremenda imprudencia de Lucila, Alejandro se veía forzado a charlar, pero únicamente lo hacía para disculpar la molestia causada y siempre con el acompañante. Por ejemplo, una tarde en el estacionamiento del supermercado, mientras Alejandro empacaba en la cajuela del Alfa las compras semanales, a Lucila le pareció buena idea hurtar una bolsa de supermercado de quien estimó sería una buena candidata. Su plan era llevarle la bolsa a Alejandro y generar una divertida interacción entre ellos cuando él se la devolviera, pero no salió bien. La acompañante de la candidata se abalanzó fúrica sobre Lucila, quien pese a su artritis resultó demasiado rápida para ella, por lo que la acompañante se desplomó en el piso a tan sólo unos metros de la escena del robo. Segundos después, Lucila observó derrotada como a Alejandro se le caía la cara de vergüenza mientras ayudaba a la acompañante a incorporarse del piso y le regresaba la bolsa llena de limones y guayabas que Lucila había tomado. La prometedora candidata observó toda la escena asustada, gritando “ladrones, ladrones” mientras Alejandro lucía indiferente ante sus acusaciones, “al menos eso tiene en común conmigo: Alejandro no nos entiende”, pensó Lucila afligida. Sabía que vendría un regaño después.

Una mañana mientras Alejandro servía el desayuno y los platos chocaban entre ellos, Lucila no se pudo parar. Lo intentó pero su cadera punzó fuertemente, mientras permanecía inmóvil y desesperada en la cama. No lanzó ningún alarido de dolor, aunque sus articulaciones se machucaron con cada esfuerzo. Cuando Alejandro se dio cuenta de la escena, con todo el amor del mundo la tomó en sus brazos y la envolvió en una cobija, para llevarla raudo al doctor. El diagnóstico médico fue fatal: a Lucila le quedaba poco de vida.

De camino a casa, mucho más tranquila por la dosis de morfina recetada, Lucila escuchó como Alejandro dio indicaciones a la secretaria de su despacho de cancelar todas sus citas de la semana. Ella presintió que se avecinaban más visitas a fríos y aburridos hospitales, pero no fue así. Esos días fueron de aventura y diversión, viajaron a todos esos lugares por los que sus vecinos la encelaban, y muchos otros que no conocían. Estuvieron en la playa blanca de Zihuatanejo, Guerrero, donde Lucila se bronceó como quinceañera y a Alejandro se le escapó una lágrima cuando leyó las últimas páginas de “La Traición de Roma” de ese Santiago Posteguillo que tanto le gustaba leer. Acamparon en la Sierra Gorda de León, Guanajuato, donde, como siempre, Alejandro preparó todo el campamento y ella se limitó a observar la alfombra de encinos que tapizaban el hermoso paisaje. Y hasta visitaron un salón spa en el centro de la Ciudad de Querétaro, en donde no sólo consintieron los músculos de Lucila, sino que la peinaron de una manera tan extravagante que Alejandro no pudo parar de reír, mientras le tomaba fotos; y en el Nevado de Toluca, después de una larga caminata alrededor del volcán, descansaron frente al imponente lago de la Luna, donde Lucila, cansada por el largo trayecto, se acostó en las piernas de Alejandro. Del lago, una extraña ave negra con manchas rojas graznó y emprendió vuelo hacia el cielo, “un pato real en el Nevado de Toluca, debo estar exhausto”, pensó Alejandro desconcertado.

Lucila no volvió a despertar.

Alejandro no dejó de frecuentar el lugar favorito de Lucila y una tarde mientras bajaba la bicicleta del techo de su coche, un labrador negro se acercó a lamerle la pierna. “Aurelio, ven para acá”, gritó la acompañante del perro, que era una mujer que montaba la rueda delantera de su bicicleta a un costado de un Alfa Romeo Giulietta del año.

Perdón– dijo la apenada mujer – mi perro se lanzó a correr tras un pat…pájaro y jamás lo hace– agregó un poco confundida sobre el tipo de ave que había visto.

No te preocupes… Me encantan los perros– le dijo Alejandro con la voz entrecortada y al borde de las lágrimas – es sólo que Lucila, mi labradora negra, murió hace unas semanas aquí en el lago de la Luna.

Alejandro se sintió muy vulnerable al abrirse de esa manera ante una completa extraña, pero de algún modo aliviado de lo perceptiva que era la interlocutora.

¿Qué te parece si rodamos juntos allá y me platicas cómo era Lucila?– le propuso la mujer.

Va– respondió Alejandro.

Los dos acompañantes, seguidos por Aurelio, rodaron juntos sus bicicletas hacía el lago de la Luna. En el horizonte, un pato negro desapareció en el cielo.

Said Farid Nasser Guerra
Said Farid Nasser Guerra
Abogado leonés especialista en derecho corporativo. Activista desde muy joven en la protección de animales. Actualmente se desempeña en el área jurídica de la empresa ABInBev. “Panza Verde”, apasionado por la lectura, el futbol, la bicicleta de montaña y la Fórmula 1.

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