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jueves, abril 18, 2024

Museo (2018)

La infamia siempre acompaña a los objetos, recordándoles a cada momento de los accidentes del pasado. No podemos ver a un zeppelin sin pensar en el incendio del Hindenburg, La Gioconda de Leonardo Da Vinci adquirió la fama que posee hasta nuestros tiempos por un robo, y la famosa máscara verde del museo nacional de  antropología de nuestro país también carga con ese peso, lo sé porque recuerdo mi visita obligada al lugar en un viaje de primaria en donde se nos recalcaba la ausencia de esta y otras piezas por un robo que nunca se pudo explicar bien.

Fotos: especiales.

¿Por qué alguien decidiría robar piezas invaluables de nuestra historia? Bueno, esta pregunta parece ser la principal interrogativa dentro de Museo, la nueva película de Alonso Ruizpalacios pero lo mejor de todo, es que le da un giro inesperado al asunto que lejos de recalcar una y otra vez de que es la historia fidedigna y exclusiva del hecho, se esmera y logra hacer algo que tiene como intención primaria: hacer una buena película.

Juan (Gael García Bernal) es un joven de Ciudad Satélite que vive con su familia de clase media sin mucho qué hacer. Desde un inicio se nos da la idea de que Juan tiene un vacío en su vida a la que no le encuentra coherencia con su estructura familiar, por lo que decide pasar sus días enteros junto a su mejor –y único- amigo Wilson (Leonardo Ortizgris), un hombre cuyo único consuelo en este mundo se encuentra entre el cuidado de su moribundo padre, y los abusos verbales de Juan quien dice ser el único que le entiende. Su plan de robo lleva meses en desarrollo, con un Juan trabajando en el museo para comprar mariguana que le da una idea de cómo lograr el acto, y es hasta en la cena de navidad –alimentado por la noticia de que el museo estará cerrado y las tensiones de su hogar- que salen a conseguir las piezas.

Ruizpalacios ya había mostrado su afinidad por los personajes que se encuentran en una pausa existencial mientras todo el mundo a su alrededor se derrumba o avanza a pasos agigantados. Museo no es la excepción a la regla, con un Juan y Wilson que no tienen cabida en la sociedad y que realizan su acto sin siquiera ellos entender bien las razones.

Gael García interpreta con maestría a un misterioso Juan, quien a pesar de contar con 39 años logra que compremos la idea de un hombre que ha desperdiciado la mayor parte de su vida en solitario mientras que su núcleo familiar avanza, siendo el tío que se queda en casa con videojuegos, que se aprovecha de sus sobrinos y tiene una actitud agresiva o en represión a cualquier unión que además ocurre durante la temporada navideña.

Dentro de la cabeza de Juan –y sólo dentro de ella- se entienden los razonamientos para cometer el robo, al que le adereza un aire magnánimo encontrando “paralelismo” entre su acto y La noche de los mayas de Silvestre Revueltas. Su villanía no es establecida como clara y a pesar de portarse como un patán, esperamos un punto de redención para él.

Foto: especial.

Juan es una persona que representa una actitud superior frente a Wilson –con un grandioso Ortizgris- a quien su actitud cohibida nos hace pensar en él como un ser diferente, pero que comparte este fastidio no expreso de querer se alguien importante, no importando –o más bien pensando- en cómo lograr este cometido.

Los cuestionamientos morales de obtener las piezas no tienen coherencia –siendo que las roban para evidenciar su nacionalismo pero que después andan vendiéndolas a un coleccionista norteamericano- pero es una intención del propio Ruizpalacios y Manuel Alcalá –coguionista- que exploran un rechazo asincrónico que además forma parte de las jugarretas del propio Ruizpalacios, quien tiene una pasión por demeritar las estructuras formales de la narrativa para romper la cuarta barrera, y evidenciar que sus personajes se encuentran en una recreación ficticia de una historia más compleja que sólo buenos y malos.

En estos experimentos es en donde Museo obtiene sus escenas más memorables, como el caso del robo que emula a Rififi (1955) de Jules Dassin (con unas secuencias que emula ser capturas de fotografía con los personajes quietos, capturados en el acto), una plática sobre la moralidad del resguardo de material histórico en donde la cámara tiene un ávido interés en peces comiendo dentro de su hábitat de cristal, y el encuentro de Juan con su musa masturbatoria en donde el uso de las drogas y el alcohol rompen el esquema de seriedad dentro de la puesta en escena dejándonos ver una secuencia de pelea con audio sacado de una película de kung fu para terminar que gradualmente crece en la intención de ni siquiera darle seguimiento a la idea de puesta en escena y audio mostrado, logrando a la perfección el efecto de ebriedad en las audiencias.

Y todo estos momentos de distinción, no hacen más que postular el designio de Ruizpalacios de querer plasmar una historia atípica a la que él encuentra elementos necesarios y de su interés como para querer reflejar su versión de los hechos, cosa que no hace más que la seguir mistificando el atraco al cual nunca se le obtuvo respuestas concretas sobre sus razones, pero que la propia película deja clara la tesis del realizador hacia el final: para qué revelar la verdad, si esta arruinaría una buena historia.

Y qué buena historia es Museo.

 

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