Las niñas y los niños son como semillas: en ellas yace todo el potencial de la planta.
Nosotros no las creamos; las nutrimos, las acompañamos y las procuramos.
El desarrollo infantil es un proceso sagrado y profundo. No se trata solo de enseñar a leer o escribir… sino de crecer en libertad, en creatividad, en conexión con el mundo y con uno mismo.
Como personas adultas, tenemos la obligación de cuidar que el entorno donde esa semilla va a crecer sea adecuado, sano y se adapte conforme a sus necesidades.
Integrar esta mirada con una perspectiva de derechos humanos significa reconocer que todas las niñas y todos los niños tienen derecho a un entorno que respete su individualidad, su tiempo, su voz y su infancia.
También implica ser receptivos para aprender de nuestros errores, hacer los cambios necesarios y, si alguien vulnera a niñas, niños o adolescentes, reportar la situación.
Debemos cuidar su cuerpo y su alma, protegerles de la violencia, del adultocentrismo, de las prisas del mundo. Necesitamos reconocerles como personas sujetas de derechos, capaces de sentir, de pensar y de transformar.
Niñas y niños no son objeto de cuidado, sino sujetos de derecho. Y es fundamental que analicemos el lugar que les damos en la sociedad: desde el discurso hasta los hechos, en el día a día.
Cuando educamos con respeto y ternura, cuando nutrimos su imaginación y su sentido de justicia, estamos sembrando paz, empatía y esperanza para su vida.
Porque cuidar la infancia, desde el corazón y con conciencia, es mostrarles que llegaron a un mundo seguro y que vale la pena vivir.