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jueves, mayo 1, 2025

Oda al Septentrión y otros relatos familiares

Para mi pá

Abril Saldaña

En las memorias de mi padre encontré una historia que me conmovió, la de Pablo. A los cuatro años Pablo Cortéz vio a sus padres y hermanos morir en manos de nativos americanos. El conocer el monte le salvó la vida, se escondió en medio de una nopalera tupida al borde de un derramadero y una víbora de cascabel le ayudaría a distraer a los agresores que lo acechaban. Pablo caminó por días hasta que fue encontrado a la orilla del río San Juan por una familia de negros que se habían refugiado en el norte de México durante la era esclavista de Estados Unidos. Se dice que cuando lo encontraron no hablaba ni daba señales de razón. El rumbo de la familia que encontró a Pablo era Edimburgo, Texas, a donde regresaban con la esperanza de un país que se se estrenaba abolicionista. Ahora sabemos que la supremacía blanca jamás dejaría que el sueño americano fuera un sueño compartido. Pablo fue adoptado por la familia de negros que encontró a su paso y viviría en Texas hasta los catorce años. Cuando él y uno de sus hermanos adoptivos asesinaron a un grupo de nativos en un acto de venganza, ambos decidieron huir al norte de México buscando refugio en la familia extensa que Pablo había dejado años atrás. El hermano adoptivo de Pablo se cambió el nombre y se hizo llamar Abraham Ramírez, después de un tiempo se casó y tuvo una hija quien sería, según las historias de mi padre, mi tatarabuela.

De niña crecí escuchando lo que todos en México: cuando se hablaba de hijos se prescribía ‘mejorar la raza,’ lo que quería decir pensar en la reproducción siempre con una pareja más blanca, por lo menos más blanca que tú. Yo, sin rasgos claros de afrodescendencia, crecí en el privilegio de una mestiza blanca y regiomontana. Pero la historia de Abraham Ramírez llega a darle sentido al espacio en donde crecí. Recuerdo lo ajenas que me parecían las clases de historia de México, una historia elegida, contada desde el centro, en donde el Norte, en toda su complejidad, no aparecía. Al mismo tiempo que se privilegiaba el blancamiento poblacional, se exaltaba un pasado pre-colonial ubicado en un lugar que no parecía ser el mío.  Las imágenes fijan la historia y a mí me presentaron la de un México de grandes edificaciones y majestuosas piezas prehispánicas que poco tenían que ver con mi espacio inmediato. Las imágenes, dice Sandra Rozental, ‘vuelven tangibles lazos y relaciones sociales’ o bien silencian o interrumpen esos lazos y sus temporalidades. En la lectura de los libros de texto de mi niñez, las imágenes me presentaban un México que no era el mío. No era el México con grandes extensiones de tierra despoblada que yo veía de niña en el tren que nos llevaba de Monterrey a Matamoros, Tamaulipas a visitar a los abuelos.

Para el historiador Luis Aboites, poblar el Septentrión fue un dolor de cabeza primero para el gobierno colonial y después para el Estado Mexicano. Esto lo explica su permanente carácter de frontera. Primero la que separaba a España y Norteamérica, después la que serviría al México independiente para detener el expansionismo inglés, francés, ruso y norteamericano. Pero había otra frontera interna que separaba a los colonos o pobladores ideales (blancos) y a los grupos originarios nómadas y/o sedentarios como los tlaxcaltecas, rarámuri o yolli de las sierras de Chihuahua. Mientras que, para el Estado Mexicano la defensa del Norte era fundamental como control territorial, dice Aboites, para los grupos nativos la defensa del espacio era una cuestíon de supervivencia.

La frontera es ‘una herida abierta que nunca sana’, dice Gloria Anzaldúa, una herida que antes de cicatrizar vuelve a sangrar. Es un lugar indeterminado creado por el residuo emocional que deja una separación impuesta. Como limón en la herida, José Vasconcelos se dio a la tarea de montar una frontera culinaria. La famosa cartología de Vasconcelos ubicaría el norte en donde termina la civiliación y comienza la barbarie, dicho de otra manera, en ‘donde termina el guiso y empieza la carne asada.’ No puedo recordar cuántas veces me han recitado el disparate de Vasconcelos después de anunciar que soy regia. Irónicamente, Vasconcelos pasó su infancia en Piedras Negras, Coahuila. Como nota Ramírez Pimienta, Vasconcelos podría ser considerado como parte de lo que él mismo denunciaba como el infame grupo de los pochistas que hablaban inglés y eran una amenaza para la nación.

El movimiento chicano nació junto a una importante aclaración: uno no cruza la frontera, sino que la frontera nos cruza. Como hija de una madre de frontera, mi lengua materna me enseñó a llamar wini a la salchicha, shine a la crema para lustrar zapatos o rinse al acondicionador. Eventualmente la constante corrección de maestros bien intencionados me hicieron olvidar ese volcabulario para ‘hablar bien.’ Decidí no ‘echar a perder el español,’ serle fiel a la nación y de paso a una academia que a veces se torna aburridamente nacionalista y patriotera. Como reclama Anzaldúa, a veces nuestra propia gente nos pone ‘candados en la boca’ y nos reprime ‘con su bolsa de reglas de academia.’ El lenguaje, dice Anzaldúa, corresponde a un modo de vivir y para mí el ser norteña y de frontera fue también un modo de vivir materializado en el cuerpo, el habla y el gusto. He tenido que defender o disculparme por mi gusto (casi obsesión) por las tortillas de harina. Sin maíz no hay país, pero el consumo del trigo es un gusto impuesto desde la colonia que no solamente tomó forma de tortilla, también de hostia parroquial, de bolillo y otras tantas comidas que se han integrado al imaginario de la cocina nacional.

La mexicanidad del Norte parece estar permanentemente en un estado de duda, quizás porque seguimos siendo un espacio de frontera y eso nos coloca en un plano dudoso en el ideal mestizo. Vasconcelos advertía que ‘ninguna raza vuelve,’ que los días de los blancos estaban contados ya que ellos mismos se habían encargado de establecer un nuevo periodo, uno de fusión y mezcla. Para él, también el indio estaba perdido, sin ‘otra puerta hacia el porvenir que la puerta de la cultura moderna’ ni otro camino que el de la ‘civilización latina.’

El Norte es un espacio geográfico de grandes privilegios pero sigue cargando un carácter de territorio amenazado. Anteriormente por la expansión norteamericana, ahora por el desatinado acuerdo de imponer a la frontera la misión de ‘contener’ la migración de sur a norte. Solamente en estra administración se han enviado más de 28 mil elementos de la Guardia Nacional al servicio del Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur. La encomienda de detener el paso de miles de migrantes alimenta el carácter amenazado de la frontera que se hunde en la violencia y la desaparición forzada o lo que Marcela Turati llama el ‘crimen autorizado’.

La historia de mis ancestros es una historia de frontera. Una historia que se mantuvo en la memoria familiar por una tradición oral que mi padre atinadamente decidió inmortalizar en su puño y letra. Es una historia entre muchas otras porque, como dice Elizabeth Jelin, las memorias siempre son en plural. Cuando en un grupo desaparece la voluntad de sostener y transimitr un recuerdo, dice Shmucler, eventualmente desaparecen tanto la memoria como el grupo y es así como ‘memoria y grupo se pertenecen’. Dentras de las memorias familiares, de las disputas sobre sus distintas versiones, se encuentra el deseo de que la historia en común permanezca. Con todas sus posibles impresiciones, las memorias de mi padre se me aparecen hoy como cartografías que finalmente acomodan la historia de un espacio que no termina por acomodarse en los antojos de un relato nacional impuesto. En el ideal mestizo, en el que se supone cabríamos todos, no parece haber espacio para nadie.

Referencias:

Aboites, L. (1995). Norte precario. Poblamiento y colonización en México (1760 1940). México DF: El Colegio de México.

Anzaldúa, G. (2021). Borderlands/La frontera: la nueva mestiza. Capitán Swing Libros.

Jelin, E. (2019). La lucha por el pasado: cómo construimos la memoria social. Siglo XXI editores.

Rozental, S. (2022). Los fragmentos de un traslado: los desbordes de las imágenes. Encartes5(9), 86-115.

Schmucler, H. (2000). Las exigencias de la memoria. Punto de vista23(68), 5-9.

Vasconcelos, J. (1993). La raza cósmica. Madrid: CESLA, Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad.

Sporadikus
Sporadikus
Esporádico designa algo ocasional sin enlaces ni antecedentes. Viene del latín sporadicos y éste del griego sporadikus que quiere decir disperso. Sporás también significa semilla en griego, pero en ciencia espora designa una célula sin forma ni estructura que no necesitan unirse a otro elemento para formar cigoto y puede separarse de la planta o dividirse reiteradamente hasta crear algo nuevo. Sporadikus está conformado por un grupo de estudiantes y profesores del departamento de filosofía de la UG que busca compartir una voz común alejada del aula y en contacto con aquello efervescente de la realidad íntima o común. Queremos conjuntar letras para formar una pequeña comunidad esporádica, dispersa en temas, enfoques o motivaciones pero que reacciona y resiste ante los hechos del mundo: en esta diversidad cada autor emerge por sí solo y es responsable de lo que aquí se expresa.

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