Cualquiera que crea que el crecimiento exponencial puede continuar
indefinidamente en un mundo finito esta loco o es economista.
Kenneth E. Boulding
En un artículo anterior cité una entrevista al intelectual chileno Manfred Max Neef en la que afirmaba que el neoliberalismo ha logrado lo que ninguna religión en el mundo: unirlo en una sola doctrina. La frase tiene mucho sentido por varias razones: la primera es que efectivamente son muy pocos los países que se salven de vivir, al menos en parte, bajo esas reglas y de hecho ninguno se puede sustraer al efecto global del neoliberalismo. La segunda es que, al menos en mi opinión, el neoliberalismo tiene mucho de doctrina y poco de fundamento demostrable. Eso lo acerca mucho más al concepto de religión que por lo general se basa en sistemas dogmáticos que se creen y no se discuten. La tercera, bastante más dolorosa, es que la imposición del neoliberalismo en el mundo hace recordar por momentos a la conversión por la espada de muchos pueblos a otra religión, con sus bajas y sus sufrimientos.
Aunque los economistas alegan con frecuencia que el neoliberalismo como tal no está definido como teoría económica, es evidente que hay un modelo, frecuentemente designado como neoliberalismo, que se basa entre otras cosas en ideas como el mercado libre, la desregulación del comercio, la privatización de todo lo posible: salud, educación, transportes, etc. Esto tiene como consecuencia que el gobierno cada vez tiene menos que decir y que hacer en la sociedad; por tanto, ya no necesita quitarle impuestos a la industria y el comercio. La inversión pública es el equivalente de un anatema. Lo válido para este modelo, en el fondo, es solo la ganancia económica; de esta idea surge no solo el privatizar cosas como la salud o manipular durante años el dinero ahorrado por la gente para su jubilación, sino que los costos de producción suelen reducirse a costa de los derechos de los trabajadores como por ejemplo con un outsourcing descontrolado o introduciendo la precariedad laboral para evitar la acumulación de derechos o bien manteniendo los salarios bajos, como ha sido el caso de nuestro país por más de 30 años. Esta doctrina, ya lo he escrito antes, tiene dos consecuencias funestas: el deterioro ambiental y el deterioro social, que entre otras cosas puede generar la violencia.
En este contexto es obvio que para los seguidores de esa teoría económica el crecimiento es lo único que cuenta, porque implica más producción, más comercio, más ganancias. Hay muchas formas y razones para demostrar que es una idea falsa, veamos algunas.
Típicamente se suele usar el Producto Interno Bruto (PIB) y sus variaciones temporales como una medida de que tan bien está un país. ¿Es eso justo? Creo que no.
Para empezar, hay innumerables artículos en internet que explican cómo se mide el PIB y porque no es confiable usarlo para ciertas deducciones o conclusiones sobre la bonanza de un país; por otra parte, ningún país está totalmente aislado o depende solo de su propio esfuerzo, por lo que sus fluctuaciones en el PIB también muestran la situación de la generación de riqueza a nivel mundial. Hoy el planeta pasa por un descenso en la generación de riqueza, por lo que el PIB crece muy poco en casi todos lados.
Si aterrizamos este sencillo análisis al caso de México lo que surge es bastante interesante. Para empezar si vemos solamente el valor del PIB en conjunto resulta que, según varias fuentes, entre ellas el FMI (Fondo Monetario Internacional), nos ubicamos alrededor del lugar 15 en el concierto de naciones, junto con países como España, Australia o Indonesia. Nada mal, diría alguien, pero ¿por qué no notamos esa riqueza en nuestra vida diaria? Porque el PIB no mide la distribución de esa riqueza, no nos dice de entrada quien la detenta o como se emplea. Si vemos otra de las medidas que es el PIB per cápita, o sea cuanto de esa riqueza nos tocaría a cada uno si se repartiera parejo, resulta que caemos al lugar 68 de la lista. Claro que aquí pesa que la población de nuestro país es de más de 120 millones de habitantes. Pero hay otras medidas que resultan aún peores, como el índice de Gini que mide directamente la desigualdad, en ese punto México está francamente mal, tenemos una diferencia muy marcada entre ricos y pobres al punto que en la misma lista de países del mundo caemos hasta el lugar 119 de aproximadamente 160. Somos un país con una desigualdad insultante: algunos de los ricos más ricos del mundo y muchísimos pobres.
Hay también formas de medir la pobreza directamente y el cuadro no es mejor. Recientemente la revista Proceso publicó un artículo sobre un documento de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) donde muestra que nuestra situación no solo es mala en comparación con el resto de la región, sino que en los últimos 14 años se ha deteriorado.
En suma, estamos mal. ¿Podemos hacer algo? Creo que sí, y creo que la solución pasa por una especie de “cambio de religión” en el sentido en que tomé la frase de Max Neef más arriba: tenemos que dejar de creer en los dogmas del neoliberalismo, empezando por entender que ni podemos crecer eternamente ni eso resuelve ningún problema. Si acaso el crecimiento económico debería medirse contra el crecimiento poblacional para buscar alguna forma de sustentabilidad para nuestra descendencia.
Pero en el fondo lo que más ayudaría es un cambio de paradigma, por ejemplo algo como la economía circular que ya ha sido propuesta. Sin ánimos de repetir aquí el artículo citado, la idea a grandes rasgos es hacer énfasis en la reutilización de objetos o materiales; reparar las cosas, no reemplazarlas; rentar equipo, no necesariamente comprarlo; usar materiales biodegradables lo más que se pueda y desde luego estar atentos a la contaminación y al calentamiento global.
Decía Georges Clemenceau que la guerra es un asunto demasiado importante para confiárselo a los militares. Tal vez deberíamos adaptar la frase a la Economía y los economistas… necesitamos mucho menos dogmas y más raciocinio.