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jueves, marzo 28, 2024

¿Vale la pena estudiar?

En tiempos de Peña Nieto se hizo popular un chiste que iba mas o menos así:

Un padre, descontento por la poca seriedad con la que su hijo se tomaba los estudios, decide buscar la forma de darle un escarmiento; aprovechando que un amigo tiene un puesto bastante alto en el gobierno le llama y le solicita un pequeño empleo para su hijo, pensando que si el joven tiene que enfrentar la dura realidad de ganarse la vida acabará apreciando la oportunidad de estudiar.

“¡Por supuesto compadre! Justo tengo una vacante de subdirector: $100,000 al mes, un buen auto, asistente personal…”

“No”, le interrumpe el padre, “quiero algo mucho mas sencillo”

“Bien”, dice el amigo, “¿Qué te parece director de área? El sueldo es la mitad, el auto mucho más modesto…”

“No”, insiste el padre, “no es un premio, es más bien un escarmiento, busco una plaza como chofer, almacenista, mensajero, un sueldo de dos o tres salarios mínimos como mucho…”

“¡Ah caray!” se asombra el amigo, “no, para eso sí necesitaría mínimo licenciatura, preferiblemente maestría, hablar dos idiomas, experiencia de dos o tres años en un puesto similar…”

Por ácido que parezca el cuento, creo que la realidad está en vías de superarlo.  De hecho la situación no tiene nada de nueva, hace tiempo que diversos medios se han dedicado a investigar el mercado laboral en nuestro país y la conclusión es unánime, al menos entre los reportes que yo he podido ver, y es que los estudios, aun los de posgrado, ya no garantizan un puesto decente en el mercado de trabajo mexicano en general y parece que aún menos en el sector público.

Lo que abiertamente parece estar cambiando es el hecho de que hoy no se le da mayor importancia a la noticia de que por lo visto cada vez hay más funcionarios de mediano y alto nivel que a duras penas terminaron alguna etapa de la educación básica. Parecen lejanos los tiempos en que se podía destituir a un secretario por no tener el título con el que se ostentaba.  Hoy, para colmo, se oyen en los medios voces que los defienden, el argumento va más o menos en el sentido de que si saben y hacen bien su trabajo ¿por qué no darles la oportunidad?

Creo que aquí esta el quid del asunto ¿Cómo sabemos que saben y por lo tanto que van a hacer bien el trabajo?  Normalmente son las universidades e instituciones de educación superior que preparan a los profesionistas las que en primera instancia extienden una especie de garantía de que el egresado cumple con un cierto nivel de capacitación. Antes, el título se obtenía casi siempre por la vía de cumplir con un número de créditos académicos, escribir una tesis y sustentarla ante un jurado.  Hoy, las posibilidades se han ampliado, muchas universidades e institutos de estudios superiores ofrecen una paleta mucho más amplia de mecanismos para obtener el grado. A todo esto se añade el hecho de que el gobierno federal, a través de la cédula profesional, extiende un reconocimiento oficial al título del profesionista en muchas áreas.  Este filtro, lo admito, no es perfecto; algún mal profesionista se cuela de vez en cuando, pero en general da una cierta seguridad a la sociedad en el sentido de que quien ostenta un título sabe de su tema.  El título, en primera instancia, es lo que nos dice si una persona sabe o no.

Sin embargo, hoy en muchos casos el acceso a un buen trabajo depende mas del espaldarazo de alguien bien colocado, quien a veces tampoco ostenta un título, que en los propios méritos académicos.  Esto se justifica legalmente por el hecho de que en muchas descripciones de puestos no se piden estudios específicos o se añade la frase mágica “…o equivalente” con lo que queda a criterio de quien otorga la plaza si el candidato sabe “lo equivalente” a tener una maestría en planeación urbana, administración turística o diseño de cápsulas espaciales.

Como una especie de paradoja a esta situación lo que sí se intenta cambiar es el hecho de que muchos representantes populares: regidores, diputados o hasta senadores no cuenten con título profesional.  En diversos momentos del pasado reciente se ha propuesto modificar las leyes para hacer de este nivel académico un requisito.  Esto, sin temor a contradecir mis propios alegatos, me parece absurdo.  El trabajo de un representante popular no es operativo, tiene que proponer o decidir sobre propuestas de toda índole, si algo no entienden tienen la facultad de buscar apoyo en expertos u organizar mesas de trabajo o foros de discusión, además son electos directa o indirectamente, no contratados, responden a su capacidad de representar a un núcleo del electorado o a la confianza de su partido, no están allí por sus conocimientos.  Mejor haríamos en asegurarnos de que los procesos cotidianos de operación, leáse los diferentes niveles de gobierno, estén en buenas manos y no en las de alguien que podría ser solo un improvisado.

Pero volviendo al tema de si en general vale la pena estudiar,  sumaría otros factores en contra, por ejemplo una velada campaña de descrédito contra la gente de la academia, sobre todo aquellos investigadores que deben formar a las nuevas generaciones y crear nuevo conocimiento o nuevas aplicaciones de lo conocido.  De este tema también me he ocupado en el pasado.

Honestamente, si hoy tuviera que aconsejar y motivar a algún o alguna adolescente de entre 15 y 18 años para que siguiera una carrera universitaria, para que pensara en pasar los próximos cuatro años estudiando, o mas si ya incluimos en la perspectiva las opciones de un posgrado, no sabría muy bien como hacerlo, no si su interés es asegurar un futuro laboral.

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