“La vida es sueño; el despertar es lo que nos mata”.
Virginia Woolf
“Me pregunto si la identidad personal, consiste precisamente en la posesión de ciertos recuerdos que nunca se olvidan”.
- L. Borges
Lo que va quedando en el corazón es un cúmulo de experiencias que forma un todo. A la vida la fragmentamos para poder acercarnos a ella, intentar entenderla y darle un sentido. Pero, la vida es un todo, en cuyo caso, su complejidad solo la podemos dimensionar si estamos dispuestos a intentar aceptar nuestra fragilidad, nuestra vulnerabilidad, a la vez de reconocer que necesitamos la inteligencia, voluntad, utopía, junto con el desafío de ejercer la libertad y de defender nuestra dignidad.
Nada fácil en una sociedad paliativa, anestesiada, que busca no sufrir, en el que nada duela, que se recrea en la evasión de la realidad y en una pasividad propia de quienes prefieren vivir sin querer trascender, que se someten y se conforman en el permanecer bajo el yugo del poder del mercado, de la banalidad, de lo efémero, y del hedonismo como único principio de vida.
La vida nos pertenece al tener la posibilidad de tomar consciencia de quienes somos, de nuestra identidad, de nuestra cultura, de nuestro lenguaje. Sin embargo, es cada vez más común entrar en la dinámica que propicia el propio mercado y la sociedad capitalista, en la que existe un menú, por así decirlo, de respuestas hechas, de narrativas envolventes, de modos de vida, de identidades que suplantan al ser, de verdades a medias o de medias mentiras, que sirve para refugiarse, para negarse a ser y sobre todo para justificarse.
Los modelos de vida se ofertan, junto con identidades liquidas como acuñó Bauman, pero hoy también son identidades gaseosas, virtuales que crean la ficción como principio de realidad, ya no se trata de lo que es, lo real, sino de que se adereza a las cosas, a los bienes, a las mercancías, a la comida con atributos emocionales, vistiéndolas con ilusiones a través de marcas comerciales, a través de crear necesidades de autoafirmación, que explotan la inseguridad personal, la vanidad, el clasismo y la idea de tener por encima de ser.
El mercado ya no solo vende productos, sino también hace creer que puede vender experiencias únicas embazadas. Hoy se vende humo. Lo intangible ya es una mercancía y como el cuento del Traje del Emperador, se busca lucir lo que nadie ve, y solo que queda a la vista lo que somos, y como el emperador nos paseamos mostrado la desnudez y también la miseria del espíritu de quienes ha sido atrapados en las fauces de la ostentación, en las que se alardea y presume lo buen consumidor que se es, y lo endeudado que se está y que no se da cuenta y no quiere darse cuenta de que solo trabaja para vivir, cuando la vida vivida es otra cosa, cuando la consciencia de existir nos remite a ser con los demás, en dignidad, en derechos y con los satisfactores básico asegurados, para entonces poder vivir la vida sin miedo.
El mercado vende miedo, crea inseguridad en las personas, propone estereotipos inalcanzables, estilos de vida que centran en aspirar a ser a través del comprar, de tener, de acumular y de derrochar, sin tener presente las consecuencias de lo que la sociedad de mercado hace con las personas y con el medio ambiente.
La vida merece ser vivida sin demagogia, en lo político y en lo económico, “Demagogia, es palabra antigua que significa “arrastrar al pueblo” y que si bien Aristóteles la describe como una forma de gobernar en la cual los razonamientos son sustituidos por apelaciones a los miedos, prejuicios, amores y odios de los ciudadanos.”* esto también puede aplicarse a la sociedad de mercado, al poder considerar que hoy existe una “demagogia de mercado” en donde se explota a las personas a través del chantaje emocional, de la parafernalia de la publicidad, de la creación de necesidades que solo buscan vender lo prescindible, lo superfluo, lo que no se necesita y que lo ancla tramposamente a las emociones, en crear temor y miedos por el no tener “eso” que se anuncia, “eso que debes tener” para ser alguien, con prácticas sociales que promueven la permanencia de prejuicios de clase, -marcas y tiendas exclusivas que tienen precios en sus productos que nada tiene con el valor que cuesta producirlos- en las que se explotan las polaridades del amor y odio, entre tener y no tener, y que exalta las diferencias entre pobres y ricos, junto con otras formas de exclusión y de segmentación social y de clase.
La vida vivida debería ser más simple, sencilla, centrada en lo que somos en relación a nuestra consciencia y nuestros deseos, con relación a los otros, a nuestro entorno y las experiencias de vida como el saber que le importas a alguien, que la dicha es un asunto de bienestar y bienquerer, que la tranquilidad es también felicidad y que la felicidad es compartir, que ser feliz es algo real cuando existe la solidaridad, cuando hacemos visible la realidad nuestra y la del otro y de ahí partimos para actuar, para comprometernos con uno y con los demás, cuando la empatía es más que tolerancia y se convierte en reconocimiento y aceptación.
La vida vivida es movimiento y cambio, pero, también es duelo permanente, son ausencias presentes, reales y simbólicas. La vida vivida es el antídoto ante la muerte como certeza inevitable. Vivir con poco, vivir con lo necesario, vivir con dignidad y vivir sin miedo, deberían bastarnos para realizar una vida para trascender, para hacer que la poesía, la literatura, el teatro, la pintura, la música, la danza, la fotografía y cine, junto con el amanecer, el crepúsculo, la noche, el día, el sol, la luna, las estrellas y las personas que quieres y amas hagan realidad el poder vivir con plenitud tus deseos y sueños, que si son compartidos harán que haya una sociedad justa y por tanto, libre y profundamente humana.