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viernes, marzo 29, 2024

Simbólica del poder y gordillazo (uno)

Por: Fernando Gutiérrez Godinez

Ha transcurrido una semana de haber visto un acto de poder político del más alto nivel, jugada maestra en línea inocultable con el signo y la estrategia del actual gobierno. Es momento de abordar el vector político de la reforma educativa, que dejamos pendiente en nuestras reflexiones anteriores.

Apaciguado el ruido mediático de la captura, consideramos las implicaciones simbólico-políticas y su impacto, en general, para la andadura del país, y, en particular, respecto a la reforma educativa que aparentemente la originó. En dos entregas trataremos estos aspectos.

El hecho tiene profundas implicaciones y conlleva la diferencia del cómo sí saber utilizar el máximo poder político en el priismo respecto del panismo que ocupó la máxima magistratura. Los dos presidentes de este último no supieron o rehuyeron usar el poder con su carga simbólica propia, a fin de orientar de manera estratégica la transformación radical de México; por esa omisión, me atrevo a juzgar, traicionaron los principios de doctrina de su partido y al país que esperaba más de ellos. Estrategias las hubo, incluso con Gordillo, quien los “caló” y doblegó con el espantajo chantajista de que el SNTE es un “factor de gobernabilidad”. En contraste, el priismo recargado de hoy demuestra que lleva en sus genes esa pragmática del poder de esencia maquiavélica y de alta efectividad. Sin sangre, la captura nos recuerda algunos actos del “duque Valentino” para ser reconocido y alinear a todos los señores (De principatibus, cap. VII). En México decimos llanamente “te lo digo (hago) Pedro para que lo entiendas Juan…”.

El poder político es muchas cosas, en si todos los instrumentos del estado para cumplir su misión, pero ante todo es un dispositivo simbólico (según Claude Lefort). En el primer sentido lo conforman recursos duros, como la información, el ejército, las estructuras administrativas, el presupuesto, la tecnología, los bienes y normas del gobierno, etc. En el segundo es algo más fino e intangible, es como un péndulo de equilibrio mediado por los intereses de los actores y fuerzas de una sociedad, y en su estructura determina la orientación y el desencadenamiento de las mismas en un sentido o en otro. El gobernante, actor político por excelencia, si sabe reconocer el sentido simbólico del poder se sitúa en el contexto de ese equilibrio, en la juntura de las fuerzas pendulares, para con sus decisiones calar profundamente en la subjetividad social atizando miedos y terrores que alinean, o concitando adhesión y entusiasmo que proclaman. Utiliza magros recursos, pues lo importante es “situarse” y tomar decisiones atrevidas y contundentes para inyectar una visión estratégica y lograr así mover las energías sociales hacia los fines queridos.

Los administradores y políticos novatos, de bajo perfil, usan los recursos duros del poder de manera burda, para mover o empujar la actuación social. Los grandes políticos, experimentados o bien asesorados, asumen el poder en clave simbólica para alentar cambios de gran calado mediante la energía social, desplegando así acciones estratégicas que podrían transformar un país generando una nueva institucionalidad, y por ello podrían ser verdaderos estadistas.

El estado corporativo mexicano desarrollado durante casi todo el siglo XX, con la presidencia autoritaria en la cúspide de una gama de satélites interesados: sindicatos y sectores sociales, jefes políticos y gobernadores, empresarios que chupaban de las ubres estatales y otros, fue la gran obra del priismo post-revolucionario del Maximato y cardenismo. Clave de bóveda era la “presidencia imperial”, representación del “gran tlatoani” o del virrey todopoderosos vivos en el imaginario colectivo, que principalmente actuaba para conservar y reproducir la estructura corporativa movilizándola de acuerdo a la visión del gobernante en turno, no importaban corrupción, opacidad y antidemocracia, con tal que sirvieran clientelarmente al sistema. Así el priismo incubó y mantuvo durante sus primeros setenta años a todos esos “poderes fácticos”, alta “concentración de riqueza y poder”, reconocidos ahora en el Pacto por México como “un obstáculo para el cumplimiento de las funciones del Estado” (cuarto párrafo de la visión).

Pero los presidentes priistas actuaban con arrojo y hacían uso simbólico del poder a fin de acotar los extravíos de sus hijos y prosélitos. Se han recordado hasta el cansancio en estos días los rituales y “manotazos” presidenciales de cada sexenio, que mantenían a raya a aquellos “socios minoritarios del poder”, señala Krauze. Los años de administración panista, que fueron sólo eso, no tocaron en lo mínimo el corporativismo estatal ni a otros poderes; más bien imitando al PRI pero sin usar sus métodos se pretendió hacer aliados a sus pro-hombres(mujeres), pero algunos impusieron sus condiciones y crecieron desmesuradamente. No los contuvo la presidencia y esta se desdibujó.

El uso del poder como dispositivo simbólico forma parte de cualquier gobierno, no es exclusivo de  un régimen de presidencia autoritaria. Lo vemos en casos de presidencias fuertemente acotadas como la de los Estados Unidos, incluso en regímenes parlamentarios como Alemania, Francia y otros. Se requiere oficio y una capacidad del liderazgo que percibe la cualidad política del poder por quienes lo alcanzan. En México le ha correspondido utilizarlo a los gobernantes de un partido que gestó un sistema donde prevalecía una presidencia absoluta; lo hicieron sin sujetarse al marco legal, sin pretender acabar la corrupción o restablecer la justicia, pues operaron selectivamente y con meras intenciones políticas (“a los amigos, justicia y gracia; a los enemigos la ley a secas”, según criterio atribuido a Juárez). El uso simbólico del poder era sólo un ingrediente más de la parafernalia del sistema, sin mayor pretensión que guardar sus equilibrios y límites. Pero en las condiciones republicanas actuales de una división real de poderes, de estado de derecho, de órganos autónomos constitucionales y de transparencia (conformación de los últimos 20 años), sería deseable ese ejercicio bajo el esquema de una presidencia fuerte que no absoluta, que pretendiera sólo replicar estilos del pasado o avasallar los logros de nuestra inmadura democracia.

El “Pacto por México”, figura novedosa de la estrategia política de este gobierno, especie de “cogobierno” que incluye a los otros partidos, aunque parezca una estructura por encima del pacto federalista, está alcanzando efectividad para acordar las reformas estructurales que por más de una década se venían regateando. Si desde este marco y como prerequisito, la experiencia política y visión modernizadora del grupo gobernante hoy acota y transforma, destruye o disuelve esos frenos del “desarrollo nacional” que en otro momento engendraron sus antecesores, podrían alcanzarse metas promisorias. Esto mismo será la lupa para observar y el parámetro para medir lo que sigue de este gobierno que está logrando ampliar su luna de miel. Una cuestión más es que los otros poderes y niveles del estado, los partidos y demás actores sociales (medios, empresarios y ONGs en general), no queden como meros observadores o tan sólo uncidos, subyugados, a la praxis de una nueva versión de la presidencia imperial.

foroemergenciasocial@yahoo.com.mx

 

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