El autor francés Milan Kundera escribió alguna vez que allí donde habla el corazón, es de mala educación que la razón lo contradiga. Sin embargo, cuando el corazón está haciendo demasiadas necedades, a veces es necesario que la razón se olvide de sus modales victorianos, le quite al corazón ese poncho de hippie y ponga orden en el caos que generan los sentimientos, en especial cuando el corazón se alía con las billeteras de los políticos y ambos se van por la libre en incoherencias desde el gobierno.
Me explico: Hace un par de semanas, la planta de energía solar de Ivanpah, ubicada en el desierto de Mojave, se encendió en llamas después de que sus paneles fueron apuntados por error (cual lupa de Daniel el Travieso) hacia la base de una de sus torres de evaporación de agua. Fue el misterio más reciente en un rosario de problemas para la empresa. En menos de dos años de existencia,Ivanpah se ha devorado $1,600,000,000 de dólares en préstamos subsidiados por el gobierno de Obama y cientos de millones de dólares extra en créditos fiscales, pero a pesar de ello esta planta, que el gobierno alabó como “tecnología innovadora” no sólo produce electricidad casi 6 veces más cara que las plantas a base de gas natural, sino que también resulta un enorme foco de contaminación, produciendo 46,000 toneladas anuales de dióxido de carbono.[i] Es decir, hace energía cara, contaminante, y para acabarla de amolar, se incendia.
Ese mismo diagnóstico de contaminación, gasto excesivo y empresas en llamas, se reproduce a lo largo del sector “ecológico”. Desde el caso de Solyndra, otra empresa de energía solar, subsidiada con $500 millones de dólares por la administración Obama, que quebró espectacularmente en 2011 (en medio de acusaciones de alteración de datos financieros e investigaciones del FBI),[ii] hasta el fracaso de la energía eólica, cuyo nivel de producción no es confiable, lo que obliga a tener plantas de respaldo con combustibles fósiles, (las cuales deben funcionar permanentemente, no es como prender y apagar el foco de su recámara) duplicando costos y aumentando la contaminación, en lugar de reducirla.[iii]
Algo similar sucede con los autos eléctricos, que contaminan tanto o más que muchos vehículos a gasolina, porque la electricidad que usan también suele producirse con combustibles fósiles y porque son más pesados (un nuevo estudio, recién publicado en Atmospheric Environment, señala que, de hecho, es la reducción en el peso del vehículo lo que lo vuelve menos contaminante, y no su tipo de combustible)[iv].
Y, por supuesto, con el desastroso programa hoy no circula que, como lo comentábamos hace unas semanas, de acuerdo con un estudio titulado The effect of transport policies on car use: Evidence from Latin American cities, sólo resulta efectivo en el corto plazo (aproximadamente dos meses) y para el primer año de funcionamiento sus beneficios prácticamente han sido anulados.[v] A esto se suma el Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM, citado hace unos días por Sergio Sarmiento, quien explica que, irónicamente, el reducir la actividad vehicular en un 20 por ciento puede llevar a un incremento de 5 por ciento en el ozono,[vi] entre otras cosas, porque los vehículos que sí circulan hacen recorridos más largos.
Entonces ¿por qué insistir con tal avidez en estas estrategias? Una parte se explica con el tráfico de influencias y la corrupción/corporativismo gubernamental: Por ejemplo, la provincia de Ontario, en Canadá, hizo un acuerdo multimillonario con Samsung para pagarle 13.5 centavos[vii] (de dólar canadiense) el kilowatt-hora de energía eólica, cuando los costos reales de producción son apenas de 3.2 centavos[viii]. Del otro lado de la frontera, en Estados Unidos, la administración Obama derramó (entre 2009 y 2011) más de cien mil millones de dólares en “energía limpia” entre apoyos, préstamos y créditos fiscales. A pesar de ello la gran mayoría de las empresas fracasaron y las pocas sobrevivientes generaron muy pocas ganancias como para compensar las pérdidas,[ix] lo que no ha evitado que Barack siga dilapidando millones más, al fin y al cabo, no es su dinero.
Sin embargo, el cinismo burocrático solo explica la mitad de la historia, la otra mitad tiene que ver con el aura emocional y “romántica” que ha rodeado desde hace décadas el debate público respecto al calentamiento global, que primero fue enfriamiento y ahora, para evitar vergüenzas, se convirtió en “cambio climático”.
De entrada, los casos de manipulación mediática de los datos reales[x], los escándalos de fraude académico para exagerar los descubrimientos sobre el cambio climático[xi] y las propias declaraciones de altos mandos de Naciones Unidas en el sentido de que no se trata de un tema medioambiental, sino de una agenda política y económica,[xii],[xiii] son material suficiente para, al menos, dudar del supuesto consenso científico. El clima está cambiando, siempre lo ha hecho, lo que no es seguro es que ese cambio esté impulsado únicamente por acciones humanas y, mucho menos que la intervención gubernamental y los aumentos de impuestos, sirvan para resolver el problema.
Aun así, los gobiernos están usando este tema como pretexto para ampliar enormemente su influencia en la economía e incluso en la vida privada de los ciudadanos, y lo hacen con un extraordinario respaldo popular porque, después de todo, quién puede estar en contra de “salvar el planeta” y “proteger a los lindos conejitos”.
Es una manipulación emocional tan macabra como efectiva, aderezada con notas apocalípticas que serían de risa si la gente no las tomara tan en serio, incluyendo aquellas predicciones de que para el año 2000 ya no habría petróleo, que para ese mismo año las hambrunas habrían acabado con América Latina o que para el mismo año 2000 la temperatura global sería 11 grados más fría. Sí, más fría, la paranoia ecológica ha dado más bandazos de lo que pareciera.[xiv]
Sólo así se explica que, por mencionar un caso, en el Distrito Federal un 75% de la población apoye el programa Hoy no Circula, a pesar de su evidente fracaso. Sólo así, sumando ceguera emocional e interés monetario, se entiende que gobiernos y activistas propongan una necedad tras otra, tirando el sentido común por la ventana cada vez que alguien dice que su idea es para “salvar el ambiente.”
Es un complejo del “Capitán Planeta”, pero también me recuerda un poco al caso de aquel personaje de la mitología griega que, embelesado por la emoción de acercarse al Sol, olvidó la prudencia, voló demasiado alto y se rompió el…paradigma, cuando se derritió la cera que unía sus alas.
Quizá la respuesta más sensata respecto al desafío ambiental sea la de Bjorn Lomborg, autor de Cool It y El Ecologista Escéptico. Es decir, que incluso si reconocemos que el calentamiento global existe, y es antropomórfico, necesitamos calcular fríamente los costos y consecuencias de las estrategias propuestas para combatirlo, pues muchas nobles ideas resultan contraproducentes o cuestan más de lo que ayudarán.
Desgraciadamente, en el debate climático actual el calentamiento que sí es indudable es el de las emociones y el buenoidísmo de los hípsters. Los gobiernos se aprovechan de la situación para ampliar su poder, mientras que las sociedades le hacemos globalmente al Ícaro…y nos saldrá muy caro.
Por cierto…
No se olviden de votar este domingo, aunque, al paso que va la partidocracia, los votos serán como el avión de Peña: en 2018 todos lo vamos a vender.
Personas libres y mercados libres
GaribayCamarena.com