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viernes, marzo 29, 2024

Angélica y su querido aviador

Desde muy niña, Angélica vivió rodeada por una nube protectora que sus padres crearon para ella, en lo que al final, resultó un esfuerzo inútil.

Y es que Angélica nació, por decir lo menos, con algunos cables torcidos.

Una belleza innecesaria y una bondad inconmensurable que la hacía vulnerable a cualquiera que tuviera en la vida el propósito de hacer daño, de hacer el mal, de aprovecharse cruelmente de la debilidad de alguien como Angélica.

Hija única.

Heredera inevitable algún día de una de las mayores fortunas de Loreto. Ahora, a los veinte, como si tuviera nueve, jugaba a las muñecas, rodeada por una corte de amiguitas imaginarias.

La casaron por esos días con el hijo inútil de otra familia rica.

Lo que, al unir los apellidos y las fortunas dio como resultado que la nueva pareja y su descendencia no tendrían que preocuparse en el futuro por problemas de dinero.

Pero eso no los haría inmunes a otras desgracias que la vida, de repente, se divierte inventando.

Y fue entonces cuando Angélica la noche de bodas, descubrió su vocación.

Para lo que había nacido, y que se despertaba en ella, incontrolable, cuando la tarde se volvía noche.

Y si alguna vez la noche tardaba para Angélica en llegar, se la encontraba por toda la casa adelantando con gran cuidado y concentración, las manecillas de los hermosos relojes franceses de péndulo que abundaban por la enorme casona.

Parió cuatro hijas, buscando por encargo de los cuatro jóvenes abuelos, al nieto varón que asegurara la continuidad y trascendencia de los apellidos cargados de blasones y títulos inventados.

Pero eso no ocurrió.

Parió a las cuatro niñas en apenas cuatro años.

Y dijo: “Ya no más.”

Y ante lo que el escandalizado cura del pueblo consideró algún pecaminoso, y contra natura control de la natalidad, no permitido por su iglesia, ni por la rígida moral por la que al menos en la superficie, se rigen esas familias en las que lo que manda son los vicios privados y sus dudosas virtudes públicas, nadie pudo probar nada.

Fue la pura voluntad de Angélica, que cuando dijo que no, fue que no.

Y que, aunque siguió disfrutando de cuando la tarde deja que llegue la noche, y aunque para ello, a veces, tuviera que adelantar las manecillas de los relojes, algunos de los cuales de tanto darle y darle las habían perdido, Angelica seguía con su vocación.

No era extraño que muchas noches los habitantes de Loreto, involuntariamente participaran del placer del que la pareja disfrutaba, cuando una invisible nube se esparcía por todas partes envolviéndolos con el perfume de los naranjos en flor, aun y cuando nunca en Loreto, alguien recordara haber plantado tales árboles, o comido sus frutos. Y es que, por alguna desconocida y caprichosa razón, los habitantes de Loreto eran alérgicos a las naranjas, pero no a su aroma.

Una noche Angélica se quedó sin marido.

Acabó con él.

Se lo acabó.

Viuda a los veinticinco, más bella que nunca, con su vocación desatada, descontrolada, voraz casi.

Muchos, a través de aquellos cinco años, notaron como el marido poco a poco iba languideciendo, desapareciendo casi, transparentándose poco a poco. Los amigos más cercanos a él no pudieron ni quisieron salvarlo. Entendían y envidiaban su vida con tal mujer por la que cualquiera de ellos, aún a sabiendas de lo que tal dicha llevaría al final, sin la menor duda, tomarían el riesgo sin importarles el desenlace.

Paseándose, el marido por las calles durante el largo día haciendo nada.

Sin rumbo.

En un intento fallido por llenar su dolorosa espera diaria, desde la madrugada hasta el atardecer, el hijo inútil de la otra familia rica, Andrés Rivera, escribió a la capital inscribiéndose en una fraudulenta academia sin nombre, para un curso de aviación por correspondencia, que aclaraba no contar con ninguna garantía de éxito en los últimos cincuenta años al menos.

Lo único que recibió -por correo como debía ser- fue una serie de folletos que nunca pudo comprender y tres elegantes trajes de aviador que siguiendo las estrictas indicaciones de la academia debería usar al menos durante los siguientes seis años, y adjuntar fotografías autenticadas por notario público en las que Andrés Rivera se mostrara usando todos los días uno de aquellos hermosos trajes, sin olvidar por supuesto y en el mismo sobre notariado, incluir los cheques inevitables.

Pero el intento de poco sirvió.

Se podría decir, que, desde la noche de bodas, y el descubrimiento de Angélica de su desmedida e incontrolada vocación por los delirios del amor, los días de Andrés Rivera estaban inexorablemente contados.

Peor aún si, como resultó, el hermoso traje de aviador con el que ahora el muerto en vida se paseaba sin rumbo por Loreto, provocaba en Angélica mayores y más frecuentes ilusiones que desfogar. Por lo que cada vez eran más los hermosos relojes de péndulo que perdían sus manecillas.

La mirada, la del muerto en vida que no miraba a nadie sino hacia adentro, empezaba a brillar a eso de las cinco ò seis de la tarde. Entonces, casi corriendo al principio, lentamente después de algunos años y casi a rastras en los últimos meses, Andrés Rivera tomaba rumbo hacia su perdición y vocación compartida con su mujer.

Como una palomilla atraída y distraída por la luz y el calor de una vela, en la que inevitablemente, tarde o temprano, arderá hasta morir.

Y así acabó el marido.

Muerto en la cama, con una sonrisa de felicidad que lo iluminaba por dentro, y con uno de los desgastados quepis de aviador por única indumentaria, pero muerto al fin.

Por la indeclinable voluntad de Angélica, sobre la puerta principal de la casona, una placa de bronce recuerda la fecha y además señala:

“Aquí vivió y murió el aviador Andrés Rivera, que nunca voló, pero sabía cómo.”

Angélica para entonces, estaba más viva y vulnerable que nunca.

Su vocación ya no reconocía diferencias en las horas.

Compró un perro.

Y con el pretexto de sacarlo a pasear, buscaba, y cuando buscaba, no buscaba por buscar, buscaba para encontrar.

Y encontraba.

Pasados los años se la recordaría como:

“La mujer que todas las tardes, sin falta, paseaba al perrito.”

El primero era negro.

El segundo gris.

El último blanco.

Todos dóbérmanes.

Un día, ya nadie recuerda cuando, Angélica desapareció de Loreto.

Nadie la volvería a ver caminar por las calles nunca más.

Nadie supo más de ella.

Un mentiroso monaguillo, juró ante el nuevo cura del pueblo, que la había visto un día viernes luminoso, como a eso de las tres de la tarde,ñ  elevarse lentamente hasta convertirse en un diminuto punto en el cielo y perderse entre las nubes.

Y que el último de sus perros subió con ella.

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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