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martes, abril 23, 2024

De sortilegios y otras supersticiones

Enrico Vergara no estaba del todo dormido cuando escuchó el ruido que lo obligó a incorporarse asustado en la cama.

Un chirrido estridente que antes -pensaba él- servía como alarma en el remoto caso de que a algún despistado se le ocurriera la peregrina idea de querer robarles. ¿Robarles qué? Pero tiempo atrás, la alarma había sido desactivada con unas gotas de aceite estratégicamente colocadas por su mujer, -a quién el molesto rechinamiento del portón sacaba de sus cabales- en las oxidadas bisagras. Escuchó atentamente a la espera de que el ruido se repitiera. Por supuesto que no pasó nada. No era la primera vez que algo parecido, lo llevó algunas veces a despertar. Cuando, derrotaba al insomnio, sin tener la menor idea de cómo lo había logrado. A veces, era el sonido del teléfono, que ya no existía. Otras el maullido de su gata Sebastiana, que una noche tres o cuatro años atrás, se marchó desencantada, contrariada y desilusionada por la escasez de gatos querendones, que antes abundaban y ya no. Otras, menos, pero había pasado, el roce imaginario de una pierna de su mujer -que ya no lo era- y que se había marchado una semana después que Sebastiana. Decidió pararse y recorrer la casa, sólo por si acaso. A pesar de estar convencido de que el ruido, sólo había estado en su imaginación alebrestada.

Mirando la situación en retrospectiva, cualquiera, pero no él, no Enrico Vergara, habría reconsiderado al menos, si su reacción ante el asunto no había sido un tanto exagerada. Cosas de niños. Tal vez. Pudiera ser que no todos habrían escuchado. Tal vez. Enfrente, la directora de la escuela primaria, la hermosa maestra Eliette, leía los nombres de los alumnos que pertenecerían al cuarto año “A.” A cada llamado, exclamaciones y saludos de contento. Sobre todo, por parte de Centeno. Por obvias razones, su nombre fue el último en ser llamado. En un tímido intento por saludar a Centeno, pensando en ser bienvenido al grupo, éste, Centeno, con aire despectivo y burlón dijo:

_ “Lástima, tan bien que íbamos.”

Algunos rieron.

No todos, sólo algunos.

Enrico Vergara, sintió como si una mano helada bajara por su espalda al mismo tiempo que sus encías cosquilleaban destempladas por la humillación. Bajó la mirada.

A los diez años no es fácil odiar a alguien.

Pero no para él.

No para Enrico Vergara.

Resuelto, levantó la cabeza, concentrando su mirada en la nuca de Centeno. Por un momento, Centeno, también de diez, rascó su cabeza ligeramente, como si intentara espantar algún bicho. Alguna mosca. Algo así. Miró hacia atrás. Enrico Vergara sonriendo apenas, lo miraba fijamente. Centeno, ahora, tuvo miedo sin saber porque. Por la tarde, mientras leía una historieta tirado en su cama, Centeno, ya no recordaba nada.
Pero no él.
No Enrico Vergara.

Centeno, Marito Centeno, ahora de diecinueve, y acompañado de su madre, hace antesala en la reducida y calurosa salita de espera del doctor De Alejandri. Semanas atrás, el doctor De Alejandri, recomendó una serie de exámenes para, en base a los resultados, emitir un diagnóstico certero sobre los síntomas que llevaron a la viuda Centeno, a pedir cita para Marito, su hijo, con el doctor De Alejandri.
En su calidad de enamorado irreductible, indómito y desobediente de las leyes que juró respetar ante el eterno padre Alfaro, -ahora uno más que se le había adelantado en el camino- el doctor De Alejandri, para esa hora de la tarde, aún preso voluntario de los encadenantes brazos y voluptuosas caderas de su nuevo dulce amor de treinta años, y afanado en lo suyo, al mismo tiempo pensaba en el cómo hacer el menor daño posible a la todavía deseable viuda de Centeno, madre de Marito, a la hora de revelar los desastrosos resultados que los análisis recomendados, habían arrojado, para descubrir de qué moriría su hijo Marito, en cuando mucho, tres o cuatro meses. No fue sino hasta a la mitad del espléndido apogeo, al que los delirios de los amores clandestinos lo llevaban, una tarde sí, y otras también, que supo cómo hablar con la todavía deseable viuda Centeno, intentado causar el menor daño posible.

Dueño el doctor De Alejandri, de un incivilizado y retorcido sentido del humor, y mientras aún no terminaba de sentir bajo su pecho el desbocado palpitar del corazón de su nuevo dulce amor de treinta años, barajaba posibilidades para delicadamente comunicar sus tristes hallazgos. Que nunca saldrían de sus labios tal y cómo en su interior las planteaban. ¡Nunca! Pero, con las que se defendía de involucramientos tristes e innecesarios.

_ “Señora Centeno, le tengo dos noticias. Una buena. Una mala. La buena es que Marito, cumplirá sin problemas los veinte años. La mala es qué, de ahí, no pasará. Jamás cumplirá los veintiuno. Por lo que, de momento, querida señora viuda de Centeno, solo tiene que preocuparse de encargar un primoroso pastel.”

“¿De qué te ríes Pepe?” Preguntó desde debajo suyo la deliciosa voz de su nuevo dulce amor de treinta años. “De nada, mujer preciosa, de nada. Que ya voy atrasado para mi consulta de la tarde.”

Y se marchó.

Enrico Vergara, antes de esa madrugada, nunca creyó en fantasmas, ni supersticiones. Es más, no era algo que alguna vez hubiera ocupado en alguna de sus neuronas, espacio alguno. Pero al regresar del baño, a su cuarto esa madrugada, supo que la pálida sombra lánguidamente sentada, en un rincón era lo que quedaba de Marito Centeno. Le extrañó que luciera tan joven. Y que, de alguna manera, fuera casi transparente. La ropa que llevaba estaba fuera de tiempo. Claro que treinta y pico de años atrás, era la moda. No supo que hacer.

Lo miró por largos minutos a la espera de algo. Sin saber a la espera de qué. Pero lo que quedaba de Marito Centeno, parecía esperar lo mismo. Una situación incómoda sin duda alguna.

Enrico Vergara, entonces y sin perder de vista lo que quedaba de Marito Centeno, caminó hasta la cocina, preparó la cafetera y dejó que lo automático se encargara del asunto. Fue consiente mientras tanto de que lo que quedaba de Marito Centeno, más que seguirlo hasta la cocina, antes de eso, ¡ya estaba en la cocina!

“Henos aquí pensó Enrico Vergara, después de tantos años, el sigue en sus veinte, yo en cambio, viejo, desgastado, sólo.”

Lo único que se le ocurrió preguntar entonces fue: “¿Es aburrido eso de estar muerto?” “Aburrido no. Más bien es como intentar pescar en una piscina sin agua ni peces ni nada, a la espera de que algo pase. Aunque de antemano no esperas nada” “¿Así ha sido para ti desde hace cuarenta años?” “Dirás cincuenta, la noche del asunto del pase de lista para el grupo de cuarto año A, desperté durante la madrugada, empapado en un sudor frío y empalagoso, sabiendo que algo habías puesto en mi nuca, y que moriría de cáncer cerebral. Talvez no muy pronto. Pero que así sería. Después todo fue esperar.” “¿Es cansado eso de estar muerto?” “Cansado no. Podría decirte que más bien es esperar sin esperanza. Primero pasas por periodos de obscuridad total.” “¿De cuánto tiempo?” “No puedes saberlo. Lo de la eternidad va en serio.” “¿Te quedas cerca de donde vivías?” “No.” “¿Entonces cómo funciona?” “No lo sé. Deja de preguntarte las cosas como tú ahora quieres explicártelas. Estas muerto. No hay preocupaciones, necesidades ni expectativas. Cuando mucho de vez en cuando algunos recuerdos.

Vagos recuerdos que duran poco y olvidas sin darte cuenta. Nada te importa. Además, toma en cuenta que soy un muerto joven de apenas cuarenta años. Tú en cambio y por lo que veo ahora, pareces un muerto en vida, al que todavía no entierran.”

Enrico Vergara supo desde siempre de que algo no andaba bien consigo mismo. Y habría hecho -de haber sabido cómo y qué- todo por haber desanudado lo que llevaría a Marito Centeno a la muerte. Pero no pudo. Se le fue de las manos. Sí que entendió siempre el cómo sobre hacer cosas malas. Podría decirse que “sin ejercer”. Pero no fue sino hasta esa vez, qué, a conciencia, se había propuesto hacer daño.
Se limitaba a jugar juegos tontos.

En las filas del banco, o el cine, o a la hora de las compras, de la mano de su madre, miraba concentrado a cualquiera de adelante. Fijamente. Hasta que esa persona terminaba por rascar su nuca, oreja o el codo, por decir algo. Algunos miraban hacia atrás como buscando. Pocos lo miraban a él, pero de hacerlo, desviaban la mirada recelosos, inquietos, asustados.

¿Quién sospecharía algo de un mocoso de cinco o seis años, agarrado de las piernas de la guapa señora que todavía no era viuda, y llevando de la mano, un perro de peluche al que le faltaban los ojos y las orejas?

Pero con Marito Centeno las cosas se desbocaron.

Tenía ya diez años. Y no pudo desanudar lo anudado.

No volvió a hacer a propósito cosas malas.

Talvez sí. Una sola vez.

Recuerda con total claridad que fue por el tiempo en que su madre quedó viuda.

Un par de años antes, su madre andaba por la casa con el semblante opaco, sombrío, apagado y la mirada de la gente que llora a menudo. Esa vez, no miró a su padre en alguna fila. No. Hizo que su padre lo levantara en brazos, y ya a esa altura, puso su mano a la altura del corazón, y en el lugar en donde los latidos se sentían con mayor fuerza, dibujó con el dedito índice de su mano izquierda, una pequeña flecha envuelta en azahares blancos, para qué, cuando surtiera efecto el sortilegio, el sufrimiento menguara.

Al regreso del funeral, su madre de luto, él también, se encerraron por algunos meses sin ver a nadie. Después su madre descorrió las cortinas, limpio la casa, renovó su ropa, revivió el invernadero abandonado, y cambió algunos de los muebles por otros mucho más lindos, en un frenesí de renovación y olvido.

Después…salieron a la calle.

A tomar el sol.

edgarsalguero@hotmail.com

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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