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viernes, abril 26, 2024

El artista del aire

UNO.

Días antes de la caída del puente inútil, un italiano loco fue presentado por los organizadores de las fiestas de ese fin de año como el atractivo principal de las tradicionales celebraciones.

El italiano loco, un verdadero artista del aire, se lanzaría en paracaídas, cosa nunca antes vista por nadie en la ciudad, desde la única y desvencijada avioneta conocida en muchos pueblos a la redonda, y utilizada únicamente para lanzar desde las alturas volantillos publicitarios los domingos  al mediodía, cuando la gente salía a disfrutar del día de descanso y al aviador Núñez le daba por tomar en las alturas, el sol, lejos de miradas indiscretas, que pudieran adivinar sus problemas de la piel.

Mientras, al lanzar los multicolores papelillos publicitarios, aprovechar y ganarse unos pesos.

Y que ese día, ante el portento, la muchedumbre curiosa, expectante, divertida, y la mayoría con los dedos pintados de colores brillantes por comer tantos algodones de azúcar cómo pudieron comprar, y que, por primera vez descubrieron como algo novedoso esa tarde, igual que otras tantas cosas que, para cuando ellos las descubrían, en el resto del mundo ya eran cosas viejas, rancias, arcaicas.

Y que se movía la multitud esperanzada, por la polvorienta explanada del improvisado aeropuerto inquietos porque llegaran las tres de la tarde, admirarse con toda el alma por la hazaña del artista del aire, y después, correr hasta el colegio de los salesianos, con la esperanza de que el equipo de la ciudad, el Hispania, goleara al odiado Barrio México. Si es que esa tarde oscurecía un poquito más tarde que otras tardes, dando tiempo a que se jugara el partido completo, es decir los noventa minutos reglamentarios.

No fuera a ser que tuviera que suspenderse el partido por la falta de sol, y los del Barrio México, gente de la que es mejor hablar lo menos posible, se fueran mentando madres, con el pueril pretexto de que, si el partido se hubiera jugado todo, y no con esos cinco minutos de menos, habrían remontado el marcador, anotando los cuatro goles que les hacían falta para, por lo menos, empatar.

La avioneta del aviador Núñez que traía al italiano loco, al artista del aire, al prodigio, al fenómeno, descendió de cualquier manera, y dando tumbos lo mejor que se pudo, a trompicones, por la improvisada pista de aterrizaje.

El italiano, un tipo guapo, eso nadie podría discutírselo, vestido con uno de esos trajes de una sola pieza que con el tiempo se convertirían en indispensables para cualquier mecánico digno de tomarse en serio, y todo de blanco, con un casco de piel del color de la miel cubriéndole la cabeza, y una larga bufanda rojo bermellón al cuello, se trepó hasta lo más alto de la destartalada avioneta, y en una mezcla de italiano y español lleno de faltas de ortografía, hablo por más de cinco minutos sin que nadie entendiera ni media palabra.

Pero el concepto, y la audaz idea primigenia, quedaron claros.

El italiano loco se jugaría la vida con tal de qué; en el recuerdo de tan distinguida concurrencia, su hazaña perdurara por muchos años y fuera contada y transmitida en todo su riesgo, suspenso y esplendor, a las futuras generaciones.

Un grito salido desde la parte de atrás de la inquieta muchedumbre, y que sonó como la voz de una mujer conocida por muchos como “la malquerida”, interrumpió al artista del aire sonrojándolo hasta la raíz de las orejas, obligándolo a bajar desde lo alto de la destartalada y peligrosamente endeble ala derecha de la avioneta, y un poco cortado, meterse en ella.

“Ya tírate.” Fue el grito.

El casco de piel del color de la miel evitó que la gente pudiera ver, las orejas color rojo carmesí de vergüenza y desilusión, por contar con tal público, ignorante del verdadero riesgo y valor necesarios para llevar a cabo, el arte del incómodo y avergonzado italiano loco.

DOS.

Cuando el azorado artista del aire entró en la avioneta, el aviador Núñez, notó las lágrimas que corrían por sus mejillas, tristeza que tal vez venía de la burla de la gente, podría pensarse. Pero la verdadera tristeza del artista del aire venía, además, por, en tan señaladas fiestas, encontrarse tan lejos de su querida Italia. Y verse por el momento, varado en un país en donde comer decentemente era un sueño, por no hablar de la imposibilidad de encontrar, ni de milagro, una copa de vino tinto decente.

Se amarró a la espalda, distraído por sus pensamientos, el paracaídas de colores inspirados en los uniformes de los guardias suizos, que Miguel Ángel había diseñado hacía quinientos años.

Eran las dos cuarenta y cinco de la tarde.

Y el artista del aire con un gesto, que el aviador Núñez entendió más que por las palabras, musitó, “andiamo presto.”

TRES.

La avioneta dando tumbos, tomó impulso y despegó entre los aplausos llenos de entusiasmo, estupefacción y curiosidad natural del público. Un poco de morbo no faltaba.

Muchos aplaudieron poco porque las manos pegajosas por el algodón de azúcar eran difíciles de desunir después del primer golpe.

En la avioneta iban tres.

El aviador Núñez.

El artista del aire.

Y Calígula.

CUATRO.

Calígula era un perro de dudosa raza maltesa, que el artista del aire llevaba consigo a todas partes.

Era de color canela con mechones de tonos a juego.

Ojos negros, grandes, brillantes e inteligentes.

Algunas veces y cuando las cosas no iban bien, cuando las cosas se ponían del color de las hormigas, el artista del aire prefería no comer, pero Calígula, nunca, por las noches, durmió con hambre.

El nombre de Calígula vino de largas y extenuantes lecturas que, sobre la historia de Roma, su ahora añorada ciudad que tanto extrañaba, el artista del aire, acercándose casi a la erudición, hacía en sus prolongadas esperas entre un trabajo y el siguiente, para no aburrirse.

Y que, cuando su atención se concentró en las vidas de los emperadores romanos, sin ningún titubeo, sin ninguna duda que empañara su juicio, para el artista del aire su emperador favorito fue Calígula.

El gran emperador Calígula.

Incomprendido a través de los siglos por un detallito insignificante en comparación de sus grandes hazañas y logros en bien de la gran Roma y la humanidad, muchos de los cuales, llegan hasta nuestros días.

Por una sola particularidad compartida por el artista del aire y el lejano, en la historia solamente, emperador romano:

Un categórico e incontrovertible desprecio por los niños.

CINCO.

Antes de lanzarse al vacío, agarrado aún a la endeble puertecilla de la avioneta, el artista del aire rogó al aviador Núñez en su idioma natural: “Cura del mío cane.”

Y se dejó ir.

SEIS

Todos vieron lo mismo.

En la explanada de la feria, también en el cementerio, y en un ángulo diferente, y por unos instantes por el aviador Núñez desde la avioneta, que después de cumplida su participación en el espectáculo, se alejaba buscando aterrizar cuanto antes, para ahorrar gasolina, y remontar de nuevo al artista del aire a eso de las seis de la tarde, cuando realizaría de nuevo otra presentación de su arriesgada hazaña.

SIETE.

Hay un dicho que dice qué:

“Cuando alguien nunca ha visto un altar, en cualquier horno viejo, se persigna.”

No creo necesario, y hasta ofensivo pienso que para muchos podrá resultar el que explique el profundo mensaje que este refrán encierra.

Punto.

Algo así les pudo pasar esa tarde a los sorprendidos y boquiabiertos testigos del suceso. Al nunca haber presenciado tal asombro, no sabían bien a bien como se desarrollaba el prodigio.  No había duda de que lo primero que pasaría era que el artista del aire se lanzaría desde la decrépita avioneta al vacío, y como:

“Todo lo que sube, tiene que bajar.”

Pero hasta ahí.

Lo que pasaba entre esos dos momentos era el lapso inexorable de la incógnita.

Los detallitos, los tiempos y en qué momentos se daban, y se desarrollaba todo.

¿Había que aplaudir?

¿Y cuánto?

¿Y, sobre todo, cuando?

Ajeno a la ignorancia del público, el artista del aire volteó la mirada tratando de mirar a Calígula, pero fue inútil. Calígula tirado en el piso, dormía agitado en medio de una pesadilla.

Desde abajo, la motita de color blanco que parecía unida a un hilito de color rojo bermellón pareció flotar graciosamente durante lo que la mayoría calculó, buscando la certeza de la perfección, como segundos eternos.

Pero de que bajaba, bajaba.

Muy lentamente al principio.

Pero de que bajaba, bajaba.

Un poquito más rápido después.

Pero de que bajaba, bajaba.

En la mente de algunos, si no que en la de todos, empezaba a germinar la idea de que tal vez al loco italiano ése, le gustaba prolongar el suspenso hasta el límite, buscando que la admiración de todo el público por su valentía de jugarse la vida como lo hacía, se tradujera en llenar de plata, al final, su paracaídas que llevaba los colores de la guardia suiza del vaticano, y que había sido diseñado casi quinientos años antes, por Miguel Ángel.

La inquietud comenzó a llenar los corazones.

El silencio los envolvía a todos como una nube protectora.

¿Cuándo era el momento preciso y seguro para que el artista del aire desplegara graciosamente su colorido paracaídas?

¿Cuándo?

Todos, entre ellos, se interrogaban silenciosos, a través de enigmáticas y cautas miradas, que no se atrevían a poner en palabras, lo que se escondía detrás de esas discretas miradas contenidas; y los corazones trémulos, vibrantes y convulsos.

Era evidente que la velocidad de la caída aumentaba.

Y, como: “Cuando no se ha visto altar…”, pues nadie podía hacer más que continuar mirando y esperar lo que seguramente el artista del aire sabía que tenía que hacer.

Para un poco más tarde, a eso de las seis…

Por un segundo, el artista del aire eclipsó parcialmente al sol.

En lo que era más que nada una esperanza, buenos deseos, ignorancia compartida, algunos quisieron aplaudir.

Pero cuando el manoteo desesperado del artista del aire se hizo visible para todos, lo inevitable por ocurrir fue evidente.

Entonces se inició la desbandada.

Los llantos y las oraciones truncas, las sonoras maldiciones conocidas esas si por todos, rompieron el incómodo silencio.

Los desmayos de los que también cayeron llegando hasta al piso, pero ni con la velocidad, ni con el sordo golpe, ni la contundencia definitiva con que el artista del aire, por última vez llegaría a tierra, hicieron intransitable la polvorienta explanada.

El caos se adueñó del lugar.

El silencio, que no se había retirado del todo, tomó cartas en el asunto.

Hasta los mariachis callaron.

Exactamente, a las tres con seis minutos de aquella tarde lejana del veintiocho de diciembre, de alguno de esos años que se esfuman y desvanecen en el tiempo.

OCHO.

Sí hubo un gran despliegue en los diarios del día siguiente sobre la desgracia.

Alguien, puntilloso y delicado, aclaró, innecesariamente, que los mariachis ya llevaban un buen rato callados para cuando el silencio regresó.

Fotos de la muchedumbre inundaban las páginas.

Fotos de la avioneta en una de las cuales, por la ventanilla, se asoma el aviador Núñez sonriente, pero descuidado con la cara muy blanca embadurnada de crema y sosteniendo entre sus manos a Calígula.

El aviador Núñez aparece de nuevo, profundamente acongojado después en otra foto. En esa otra foto, Calígula, precariamente sostenido bajo su brazo, aparece como un incómodo atado de lana de tonos café, colgando aún medio dormido.

Fotos del artista del aire subiendo por última vez a la avioneta.

Fotos de hombres y mujeres desmayados y esparcidos de cualquier manera por el piso. Algunos de los desmayados parecían más muertos que el mismo artista del aire muerto.

Y del que la única foto después de la tragedia, que de él se mostraba, era un amontonadero de tela, qué, como si de un colorido sudario se tratara, piadosamente lo cubría. Y es que, aunque en la foto en blanco y negro el sudario aparecía en variados tonos de grises, se adivinaba era de los colores de los uniformes de la guardia suiza del vaticano, que Miguel Ángel había diseñado hacía casi quinientos años.

Al decir de algunos testigos, muy pocos, que tuvieron el valor de mantener sus ojos abiertos durante todo el tiempo trascurrido y hasta el último momento, parece que sí, parece que el paracaídas de que se abrió se abrió.

Un poquito tarde.

Entrevistas.

Opiniones de expertos.

Y su nombre, Filippo Continni.

También se publicaba una inventada biografía del difunto junto a su “fotografía oficial” que después se supo era en realidad de Rodolfo Valentino, retocado a las carreras por el mismo pintor que realizó el diploma con el que Genaro Alpízar se recibió con honores, de una prestigiada universidad complutense española.

Todo en espera de que, iniciando enero y el nuevo año, cuando abriera sus puertas la embajada italiana, se lograra una información más certera. Hubo quienes atesoraron el periódico de ese día, veintinueve de diciembre, jurando guardarlo, al menos hasta que la polilla, que nada perdona, hiciera su trabajo. Como un homenaje al italiano loco que ya para entonces empezaba a ser considerado un mártir.

El último día del año, y cuando ya no se pudo esperar más, por las razones obvias de lo que los calores del Caribe infinito se encargan de acelerar en la muerte, Filippo Continni fue sepultado en una fosa prestada, junto a la que Ofelia, unos días antes, había dejado a su padre, junto con muchas preguntas en su cabeza que nunca le serían respondidas por nadie.

El mismo artista que alguna vez había dibujado para Genaro Urdiales el famoso pergamino, y retocado a las carreras la fotografía de Rodolfo Valentino, fue comisionado por el cabildo para poner una cruz de madera con el nombre del artista del aire en ella.

Provisionalmente.

En lo que con más y mejor información se le honrara al italiano como se merecía. Y que ya, en una acalorada sesión, ni tan solemne como después se aseguraba había sido, se declaró hijo predilecto de la ciudad, al malogrado artista del aire italiano.

NUEVE.

No fue, la desgracia acaecida al artista del aire, la única noticia publicada que conmovería a la ciudad ese veintinueve de diciembre.

Pues, aunque el impacto causado por la muerte del artista del aire era a todas vistas, la que más fibras sentimentales, esperaría cualquiera, tocara, fue otra la noticia qué, pasado el inmediato horror, y que venía en un lugar más discreto de la primera plana, la que caló hondo en todos los habitantes de la ciudad, y por la que todavía llevan luto hasta los que, para entonces, no habían nacido.

Aunque el horror de la primera noticia, como sucede con la desgracia humana, se fue diluyendo al paso del tiempo, en un recuerdo que se va perdiendo, como los trenes en la distancia, fue la otra noticia la que todos recuerdan cómo si hubiera ocurrido ayer, y la llevan tatuada todos en blanco y negro en su mente y sin exagerar lo más mínimo, la llevan aún tatuada con tinta china, en el corazón.

“Aturdidos, desconcertados y sin el apoyo esperado con los graderíos siempre repletos y ayer desiertos, con los estruendosos gritos de apoyo que intimidan a los que se atreven a jugar de visitantes, ayer, mudo y ausente el acostumbrado e incondicional apoyo, nuestro siempre querido Hispania cayó con la mirada al cielo, pero cayó, miserablemente por seis a cero, contra nuestro odiado rival del Barrio México.”

“Que nuestra patrona María Auxiliadora los castigue a todos ellos como se merecen y se apiade de nuestro sufrimiento. Aunque no está de más que nuestra ahora cuestionada patrona sepa, que será notoria una merma considerable en las limosnas que generosamente siempre aportamos de manera totalmente voluntaria y desinteresada a su alcancía particular. Dado el poco interés mostrado por ella, en la consecución, de, si no una aplastante victoria sobre nuestro odiado enemigo a muerte, el Barrio México, al menos haber intercedido a tiempo para que fuera menos ostentosa y descalabradora la increíble y totalmente inesperada derrota sufrida por seis a cero.”

“No estando de más el que sepa nuestra ahora en duda patrona, qué, de repetirse algo semejante, la descalabrada será otra.”

DIEZ.

Ya no hubo mucho de nuevo con la historia del artista del aire.

Para finales de enero, lo único claro sobre el italiano loco, fue el desconocimiento total que desde la embajada de Italia, y en la forma de una elaborada carta llena de oscuras y empalagosas citas y palabras rimbombantes, las más de ellas en un incomprensible italiano antiguo, y que en la última de las siete hojas de las que se componía la respuesta esperada por todos, y en un último párrafo, este si muy claro y en español, declaraba, negaba y dejaba en claro de manera enfática, su total desvinculación con ese atorrante del que no tenía “La Bella Italia” conocimiento, archivo o registro alguno.

Sugiriendo de manera turbia e irresponsable, la posibilidad de enfocar, ya no en la embajada de “La Bella Italia” la investigación. Si no, dirigirla hacia otra fuente de información, por el camino de la embajada de la república de la Argentina, pues es bien sabido por todos; que esos ciudadanos se mueren por: “Aunque sea; parecerse a nosotros.”

Acerca del nombre, Filippo Continni, se abstenían de realizar cualquier fútil comentario por lo evidente del engaño.

Fruto y resultado de lo que parecía ser, más bien, una broma de mal gusto.

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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