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sábado, abril 20, 2024

Elisa

Los miércoles la clase de química venia inevitablemente después de la de inglés y antes del recreo largo de las once.

Al frente, una mesa larga y pesada, más bien un gran cajón, ocultaba más de la mitad de don Rodrigo si de pie estaba. Y sentado, lo que veíamos de él, era el humo de su, al parecer, eterno e interminable cigarrillo.

Y así sentado, con una voz que nadie adivinaría por su facha, tronaba un indiscutible dictado que tenías que atrapar al vuelo. Separando bajo tu propio riesgo, el grano de la paja, en que su tartamudeo convertía las palabras.

Nadie entendía nada.

Yo menos que nadie.

Después, poniéndose de pie, dibujaba en la pizarra las fórmulas de la química que, al menos para mí, siempre fueron uno de los más grandes misterios de la vida, al parejo del pensamiento de la mujer.

Y lo siguen siendo, aunque ahora, de la química entiendo un poco.

Del pensamiento de la mujer, sigo igual. O peor.

Llegados los exámenes mi única esperanza era Elisa.

Química de nacimiento.

Que resolvía ambos exámenes en menos de que te lo cuento.

Dándome el lujo algunas veces, de ser el primero en entregar el mío.

Nunca entendí esa debilidad de Elisa por mí.

No destaqué nunca en nada, un desastre en los deportes, mi uniforme siempre mal puesto, sin un centavo, siempre en apuros con la mayoría de las materias y la vida.

Tal vez, con ganas de encontrarme alguna gracia, sólo se me ocurre cierta facilidad mía para el dibujo.

Que muchas veces era mi manera de soportar las clases para no salir corriendo del colegio.

Y cada vez que terminaba otro dibujo, ella lo guardaba.

En cambio, Elisa.

Toda Elisa era delicadeza.

La celestialidad. Así como lo escribí: La celestialidad.

La certeza absoluta de que los dieciséis, son los dieciséis, y que solo algunas, ella sin ninguna duda, seguirían por la vida como si nunca salieran de ese tiempo. Acumulando más y más luz, hasta el último día de sus vidas, dejando al menos en duda, sino en el ridículo total, al tal Darwin.

No sé cómo se le ocurrió desbaratarme la vida como lo hizo.

En esa hora de química, nos ponían de seis en seis alrededor de una mesa para hacer los experimentos y asombrarnos al menos de vez en cuando, si alguno resultaba. O, de resultar algo, que al menos se pudiera contar, como medio fracaso.

Elisa y yo nos sentábamos frente a frente.

Tal vez ese día ella salió inspirada de la clase de inglés.

Puede que en el aire viciado de tantos y tantos medios fracasos flotara algo de locura.

¿Lujuria precoz tal vez?

¿O era solamente mi destino jugando como un enano travieso, para que esa fuera la última vez que me mirara y yo a ella?

Y fue en esa última mirada, con una sonrisa inolvidable como toda ella, que sus labios dibujaron despacito, en silencio, sólo para mí: “I love you.”

Y me mató.

Regresé a la casa sin esperar el final del recreo largo, ni el principio de la siguiente hora.

Ansioso.

Asustado.

Feliz durante una cuadra.

Infeliz por la siguiente.

Y tan ilusionado como sólo esa vez lo estuve.

Hasta las cinco de la tarde, no supe que esa mañana, como muchas otras, el pendejo de mi padre había asaltado un banco.

Otro banco.

Nada nuevo bajo el sol.

Ni la primera ni la última vez que mi padre hacía algo parecido.

Nada más llegar a la casa y bajo las órdenes irrefutables de mi madre, mi hermana pequeña y yo preparamos la huida. Esta vez dejamos a la abuela. No cupo en la destartalada motocicleta.

Incómodos los cuatro.

Casi que con lo que llevábamos puesto, además de una jaula con dos gatos y un perro, a las siete de la noche en punto, bajo una lluvia desconsiderada y pertinaz; nos dimos a la fuga.

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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