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viernes, marzo 29, 2024

La lluvia

No veo de qué manera, alguna vez, tendrías la necesidad o las ganas de preguntarme qué es lo que realmente me hace feliz. De llegar ese momento, y por más que busco no encuentro una razón para que eso suceda, sin dudarlo ni un segundo te diría que: la lluvia.

La lluvia sin duda alguna me hace muy feliz.

En segundo lugar y no por eso menos a considerar y tomar en cuenta, resolver algún asunto. Importante o no. Antes de que esa mala costumbre de olvidar muchas cosas me invada por completo. Aunque para decir verdad, esto último provoca más bien, el que me invada una deliciosa sensación de exagerada y relajante tranquilidad.

Esta noche de domingo, entre las ocho y las nueve, no te puedo decir con exactitud el minuto, ha iniciado una lluvia que no muestra muchos deseos de hacer historia. Pero sigue cayendo. No tiene ganas de caer. Puede que tenga más ganas de irse a dormir, que otra cosa. Ahora son las nueve treinta y cinco. Afuera la lluvia sigue. Apenas llega hasta mí, el ruido monótono y callado.

Acabo de aplastar contra la brillante pantalla de la computadora una mosca entrometida y molesta que por algunos momentos me distrajo.

Parece que la lluvia por fin ha tomado en serio su papel. Ahora, sin llegar a ser ensordecedor el ruido que produce contra el techo de cristal, es al menos respetable y crece.

No encuentro por ninguna parte el cadáver de la mosca, y eso me preocupa.

Ahora, a las nueve con cuarenta y dos la lluvia parece ir en serio. Han aparecido algunos relámpagos y la noche se pone interesante. Saldré a mirar.

Todo iba muy bien hasta que, en este momento, son las nueve con cuarenta y nueve, de repente el silencio se presentó sin que nadie lo llamara y la lluvia cesó de un segundo al otro. Poco antes, cuando salí a mirar, los relámpagos en realidad eran poca cosa, los truenos se oían apenas desde muy lejos, pero la lluvia caía con fuerza. Y ahora repito, ya no hay lluvia. No espero que llueva de nuevo.

Aprovechare el tiempo para buscar de nuevo el cadáver perdido.

Ya son las diez con quince. Ni lluvia ni cadáver. Porque para hablar con propiedad, ese ruidillo que repiquetea sobre los cristales no dice nada, ni es nada. Que sí, que moja si te descuidas. Pero no soy descuidado. Por ese lado no tengo problema.

Sigo preocupado con el asunto del cadáver.

El silencio sigue por acá. No parece importarle nada. De regresar la lluvia se marchará cobardemente de inmediato. Por un instante, la sugestión me ha jugado una broma y he creído escuchar algo parecido al aleteo de un bicho. Pero no puede ser. Pude ver como a través del entramado del matamoscas amarillo, la mosca de color negro, aplastada entre la pantalla brillante y el entramado amarillo, con sus múltiples ojos me miraba de reojo con odio y repulsión. Antes de, creo yo, expirar.

¡Pero todo ocurrió tan rápido! Que ya no estoy tan seguro.

La lluvia sigue pregonando a través del silencio, su ausencia. Otra vez he creído escuchar un aleteo cercano y burlón. Me estoy desconcentrando. He apagado la pantalla de la computadora. De inmediato las sombras me envolvieron en un capullo de tranquilidad. No hago ningún ruido innecesario. Respiro despacio. Mi ritmo cardiaco, antes acelerado por el aleteo burlón, poco a poco se normaliza. Nada. La lluvia no regresa. No me atrevo a prender de nuevo el deslumbrante brillo de la pantalla. De repente una nube parecida a un algodón de azúcar color de rosa, “no, rosa mexicano profundo, no, más bien como el rosa peptobismol rebajado con agua- invade los confines que rodean la casa seguida de un estentóreo trueno que cimbra la casa y con la casa, a todos los que en ella estamos. Incluida nuestra gata Sebastiana que manifiesta su terror a través de un maullido que la precede en su loca carrera que la lleva por toda la casa, sin llevarla a ningún lado. Yo; petrificado. Sigo sentado. De nuevo mi corazón se remueve inquieto al borde del infarto. Finalmente, Sebastiana se detiene en algún lugar que sólo ella conoce y desaparece como antes el irresponsable silencio. Todo se detiene de nuevo. Y de nuevo, avergonzado por su cobardía el silencio regresa quitándose de las solapas granos del color de rosa que sólo él puede ver, fingiendo una seguridad en sí mismo que está muy lejos de sentir. Se arrellana en un sillón inexistente, y finge que no ha pasado nada.

No quedándole de otra, la mosca que sólo fingía su muerte escondida detrás de un control remoto, control remoto que ya no sirve, y que sigue por acá gracias a la desidia que me caracteriza, sale disparada y se estampa al parecer por decisión propia, contra el cristal en lo que cualquiera podría llegar a creer se trata de un suicidio planeado. Yo no. Suicidio no. Cuando mucho una garrafal falta de cálculo fruto de su estupidez nata.

Pero todo sigue igual.

De la lluvia…nada.

Caigo en una especie de modorra peligrosa.

Como últimamente he adquirido con los años una costumbre aferrada a olvidarme de todo, prendo un cerillo y con él entre los dedos, me acerco al lugar de impacto en el que la mosca ahora sí, por última vez en su corta vida, luce la vergüenza de su despatarrada presencia aplastada contra el cristal indiferente.

Con un pedacito de madera arrancada de la parte de atrás del largo cerillo, uno de esos con los que se prenden las chimeneas, para que quede claro, de la parte del cerillo que todavía no se ha incendiado, raspo cuidadosamente los restos confusos de la mosca masacrada. Si me guío por lo evidente, está claro que la mosca al final intentó evitar lo inevitable. Dado que en ese momento ya la luz casi incandescente del algodón de azúcar rosa, para su mala suerte se había extinguido. Y aseguro mi dicho, por el estado en que las manos delantera del cadáver, muestran a lo largo de ellas y sus brazos, múltiples fracturas causadas por el descalabrador impacto.

Observo que el bicho ha perdido algunos zapatos. Su mochila de los Rolling Stones. Y los cristales de sus lentes para aviadora, fracasada ahora, Ray Ban. Las molduras sobrevivieron.

Entonces, con el cadáver delicadamente preservado entre las olorosas hojas de un pañuelo desechable de alta calidad, regreso a oscuras, pero con la seguridad que me brinda el deber cumplido, al confort de mi silla ergonómica. Tiro a la basura el improvisado féretro. Me olvido tranquilamente del asunto.

Sigo a oscuras.

De la lluvia, nada.

Entonces me duermo.

Gracias a la ensordecedora presencia del silencio.

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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