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viernes, abril 26, 2024

La señora de Alejandri

FRAGMENTO.

La señora De Alejandri, no puede superar la depresión que la muerte de su marido Isauro, ocurrida hace poco más de cinco años, tras de sí ha dejado.

Imagínese dijo, por lo que he pasado todos estos años en que la única compañía que no me deja ni cuando duermo, es la soledad.
Y le cuento; si la imagen que de la muerte tenemos nos aterra, la de la soledad es el terror más indescriptible e inimaginable en el que se pueda pensar.

Y con ella, con la soledad, no hay consuelo que valga.

Se sienta a mi lado al acostarme. Y al levantarme, ya está, a los pies de la cama tan ancha y desolada en la que ahora duermo, contemplándome impaciente. No habla.
Con esos ojos que tiene ni falta que le hace. Pero tampoco crea usted que es silenciosa. ¡Qué va! de ninguna manera.

Cuando durante el sueño parece que entro en una cierta vigilia tranquilizadora, empiezo a tener una esperanza pequeñita, pero esperanza al fin, de que en sueños Isauro y yo nos veamos. ¡Nos reencontremos! Que me cuente. Que me diga cómo es por allá. Lo hablamos desde siempre. Usted sabe; el que pasa al otro lado primero; regresa y cuenta.
Sé que más que una esperanza es un sueño dentro de otro, nada más. Una ilusión, un ensueño, un delirio desesperanzador, para que me entienda.

Entonces, aún dormida, oigo sonar en la distancia el viejo teléfono que cuelga inútilmente en la cocina y que lleva años desconectado. O el pitido estridente de la olla de los frijoles que no uso desde hace tanto tiempo. O el cacareo de las tres gallinas que se murieron de viejas décadas atrás, y ya no están. Son sonidos que aturden en el silencio de la noche. Pero que sólo están aquí dentro de mi cabeza. Sólo aquí.

Y con sus manos avejentadas, pone entre temblorosos paréntesis ese rostro en que la mirada extraviada por la locura se va apagando lentamente.

Lentamente.

Despierto entonces llorosa y sobresaltada, me incorporo entre las almohadas y le grito furiosa a la méndiga soledad:

“¡Vete ya de aquí hija de tu puta madre, no te quiero ver nunca más!”
Pero todo se le resbala, me mira en silencio y sonríe. No creo que a usted le gustara mirar esa sonrisa. Es como asomarse a un abismo descomunal, padeciendo acrofobia. Y no haya cerca de usted algo, cualquier cosa a la que agarrarse. Un pedacito de tul que el viento trajo desde alguna parte. El último suspiro sobrante de una diminuta nubecilla. La tornasolada pluma perdida de un colibrí vagabundo. Una sonrisa en desuso que flota liviana, incorpórea y transparente. Nada.
Un día, como al mes de casados, y nunca, ni siquiera al día siguiente me pude acordar porqué, le grité lo mismo a Isauro. Y, ¿qué cree? ¡Pues que Isauro se fue!

Pero a ésta, aunque esté de más decirlo otra vez, y otra, y otra, todo se le resbala. No le importa. Nada la conmueve.
Me mira con esa mirada de miles de millones de años que tiene y que me abruma, apura y colma.
Y es que la soledad, aquí ha estado antes que todo.

Incluso desde mucho antes que la muerte.
Porque antes de que algo diera muestras de vida, el primer microbio por poner un ejemplo no había nada qué pudiera morir. Y estará aquí, la soledad, imperturbable, impávida y firme después de que sólo quede la nada otra vez. A la espera de la muerte del último microbio. Y enseñorearse como única habitante dueña y señora de la nada.

¿Se imagina?
¡Piense!

¡Claro que Isauro regresó un día!
Usted se acostumbró a llamarlo Pepe y no Isauro. Como casi todos. Pero eso se debió a una confusión desde que un día en la escuela primaria, llevó, a falta de la camisa habitual del uniforme, y porque iban a jugar durante el recreo largo; entre el sexto A, y el sexto B, una cascarita última y definitoria a extremos épicos, legendarios, y de consecuencias completamente imprevisibles, que dejó en los corazones de los cincuenta y seis participantes, secuelas que aún hoy prevalecen y persisten en la memoria.
Llevó Isauro esa mañana, le digo, una camisetilla desgastada salida de vaya usted a saber dónde, y puesta al revés. Por lo que, el número noventa y nueve leído así, parecían dos letras pe. Unidas P más P. Pepe.
Pero Isauro siempre fue Isauro. En casa. En la calle sí; en la calle todos le decían Pepe.
Pero se llamaba Isauro.

Fueron cuarenta años; cuarenta años y me llevaba nueve.

Al principio, y desde mis dieciséis, le hablaba de “usted”. ¿Se imagina? ¡Le hablaba de “usted”! En aquellos días yo andaba frágil, de mírame y no me toques.

Y ahora, así sigo, o peor. Pero sigo.
Médico de nacimiento podría pensarse o decirse.
Hizo la carrera sin que mediara el menor esfuerzo por decirlo de manera clara. Nació para médico.

Cuarenta años juntos. Sin hijos. Sin mascotas. Solo un gato.

Pero un gato no es una mascota. Un gato es un gato. Y para el gato, usted es su gato.
Después de su muerte, de la muerte de mi marido Isauro, sólo me quedó el gato. El mismo gato. El primero y único. El gato que la abuela de Isauro trajo hasta la iglesia la larga tarde de nuestra boda, en un canasto traído desde Pátzcuaro.

Veo que no me cree.

Los gatos no viven tantos años, piensa usted. Rosendo mi gato sí. Lo he visto cambiar de piel seis veces. Seis. Y es como si volviera a nacer.

Después de cada cambio de piel, Rosendo enloquece de felicidad y juega corriendo por toda la casa persiguiendo una pelota de estambre que roba de mi canasto. El mismo canasto en el que ya le conté, llegó desde Pátzcuaro. Esa etapa cada vez dura menos. La última, dos semanas duró y empieza a tranquilizarse de nuevo, a ponerse en paz. Después de cada cambio de piel una nueva cola se suma a las anteriores. Ahora tiene siete.

A ver la próxima para cuanto le dura el contentillo a Rosendo mi gato. Mi cuate.
Rosendo es enemigo jurado de la soledad que mata. Mirándola fijamente, se mantiene al acecho. Cercano a mí. Pero cada vez es menos lo que puede hacer por mí, contra la soledad que mata.

Por lo que yo puedo ver, cuando de repente se descuida, a la soledad que mata, las siete colas de Rosendo la hacen sentirse incómoda, perturbada, molesta. Se que dije ya varias veces que a esta todo se le resbala. Pero algo le sucede con Rosendo. No voy a exagerar diciendo que le teme. Pero Rosendo es un gato. Y los gatos son raros. Con ellos nunca se sabe.

La señora De Alejandri vive en una casa enorme que está en el número siete de la calle más corta de la ciudad. Su recamara es la única habitación de toda la casa que no ha sucumbido a la invasión del polvo que poco a poco ha llegado a formar una gruesa capa por todas partes. En esa habitación esta toda la vida de la señora De Alejandri. Todo a la mano. Organizado de manera que resultaría incomprensible para cualquiera, pero para ella, Rosendo y la soledad que mata, no. Para ellos tres, las cosas así funcionan.

El deterioro de la casa es ya irreversible. Desde la calle, y gracias a que la fachada se hizo a conciencia con piedras milenarias sacadas de las minas que tanto abundan por las cercanías, cualquiera piensa que la casa está bien. Causa extrañeza que permanezca cerrada. Pocos recuerdan ya a la familia De Alejandri. La muerte de Isauro De Alejandri pasó desapercibida para los pocos contemporáneos que andaban por ahí, aún con vida. Ya de muertos; ni quien se acuerde.

Cinco años atrás, cuando algunos de los pocos pacientes que le sobrevivieron acudieron al consultorio desde entonces cerrado.

Buscándolo. Queriéndolo ver. Desde adentro; la señora De Alejandri; a gritos, gritaba, entre llantos y sollozos desconsolados y desconsoladores: “A mi Isauro, se le acabaron, para consigo mismo, las ideas para curar. Pero terco que era; como una mula negra, mostrenca y solitaria, en una de esas regresa. De ser así, yo les aviso.”

“Mientras; ¡Dejen ya de andar jodiendo!”

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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