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viernes, abril 19, 2024

Nelson Izquierdo

Nelson Izquierdo tenía un coeficiente intelectual de ciento treinta o ciento cincuenta.

Un fenómeno casi.

Recién llegado desde alguna universidad prestigiada de Europa, después de terminar un doctorado o algo por el estilo, y por no tener, nadie, dentro del gobierno, para él realmente un plan adecuado y aprovechar su inteligencia y todo lo aprendido allá lejos, lo nombraron director de un proyecto indefinido y oscuro, a desarrollar en una oficina pequeña y sin ventanas, y conmigo como su único colaborador y asistente.
Una vez que nos dieron posesión de la asfixiante oficina sin ventanas, y a cada uno un número secreto con el cual cobrar en el banco cada mes, además de unos gafetes muy bonitos con fotos que no correspondían con nuestras realidades, se despidieron ceremoniosamente y cerrando la puerta tras de sí, se olvidaron de nosotros.

Sumado su coeficiente intelectual de ciento cincuenta, al mío, alcanzábamos los doscientos veinte o poco menos.

Realmente no teníamos nada que hacer.

Excepto si cuenta como tal, el acomodar artículos de limpieza que cada mañana aparecían tirados un poco en el abandono, y que Nelson y yo llegamos a pensar eran, a propósito, descuidadamente abandonados por la gente que por las madrugadas se encargaban de la limpieza y dejar todo en orden para el día siguiente.
Algunas de aquellas cosas tenían extrañas marcas o iniciales de pertenencia.

Para el resto de la gente que formaba parte de la Dirección General de lo Que Haya Sido Que Fuera, Nelson y yo éramos invisibles.

No aparecíamos en el organigrama, ni en el letrero de figurillas blancas sobre fieltro negro protegido con cristales gruesos y corredizos, ni sobre la puerta por la que accedíamos a la pequeña y oscura oficina sin ventanas que lucía un número de latón pringado que alguna vez tuvo dos tornillitos, y cuando uno de ellos, aburrido tomó camino, dejó de ser un nueve.

Llegábamos por ahí de las once de la mañana y durante los primeros meses nos formábamos en una escuálida y demacrada fila de dos.

A la espera de que nuestras tarjetas de control aparecieran.

Nunca aparecieron.

Pero de todos modos nos formábamos todos los días, y tratando de parecer disciplinados, correctos y minuciosos, fingíamos marcar nuestras invisibles tarjetas de control.

Tratamos en la medida de nuestras posibilidades, de averiguar que éramos dentro de aquella oficina. Pero, aunque lo intentamos tratando de buscar con nuestras preguntas algunas respuestas, nadie nos hizo caso.

Era como si no existiéramos, como si le habláramos al aire.

Nos acercamos a una puerta que tenía pegado un cartoncito: “Recursos Humanos,” decía en el cartoncito, pero por más que tocamos hasta cansarnos, nadie abrió.

Al preguntar al policía que guardaba la puerta que daba a la calle, nos miró fríamente y con desprecio.

“Si no les abren esa puerta, debe ser porque ustedes no trabajan aquí.”

Y continuó leyendo impávido y sereno un amarillento periódico que llevaba en la primera plana con enormes letras negras el nombre de un barco insumergible que no lo había logrado demostrar.

Dejábamos el lugar cada noche por ahí de las once de la noche mucho más tarde que los otros porque nosotros marcábamos las tarjetas a las once de la mañana, y los demás, desde las siete.

El policía encargado de la puerta era el mismo de siempre, leyendo el mismo periódico amarillento de siempre.

Nunca respondió.

Ni al “Buenos Días.”

Ni al “Buenas Noches.”

Trabajábamos haciendo nada de lunes a sábado. Los sábados hasta el mediodía.

Por lo que, en nuestro caso, la del sábado era una jornada de una hora. Para los otros, de cinco porque marcaban sus tarjetas a las siete.

Todos los días.

Como ya dije antes.

Al principio, muchas veces mientras esperaba a Nelson para formarnos en nuestra exclusiva fila de dos, noté cuatro tarjetas distintas de las otras. Las otras eran de un amarillo deslavado. Las distintas eran del color de los mangos maduros. Además, las distintas tenían escritos los nombres a mano y sólo el de pila. Por ejemplo: Doña Tere, Don Julio, o Crescencio. Parecían no haber sido cambiadas en mucho tiempo. En la última de aquellas cuatro, la tinta del nombre se había marchado.

Los primeros diez años pasaron.

Hicimos muchos cambios en nuestra pequeña y oscura oficina sin ventanas. Nelson insistió en pintar una donde según él, alguna vez, en los planos originales debió haber estado dibujada, pero qué, sin ninguna mala fe, y hacía mucho énfasis en lo de, sin ninguna mala fe, algún albañil descuidado y somnoliento, un lunes, a la hora de pegar los tabiques, la pasó por alto.

Y la pintamos.

Pintamos la ventana sobre el gris del cemento sin pintar.

Un sol radiante entra por ella.

Pero no nos ilumina, la luz se queda atorada en el gris cemento.

De todas maneras, es mejor que nada.

Nelson llevaba años coleccionando sellos postales. Los tenía por miles o más.

Un día llego con ellos y la idea de hacer algo bonito.

Cubrimos toda una pared con diminutos paisajes, personas, flores, edificios, de los que venían dibujados en las estampillas y que, al final, sumados y sin habérnoslo propuesto, resulto en una enorme y esplendida copia mural de alguna manera inesperada, parecida al autorretrato que Van Gogh pintó después de haber cortado su oreja, y que deja ver, a través de las rústicas vendas de la desprolija curación, inconfundibles rastros de sangre.

Cuando comprendimos que lo de olvidarse de nosotros iba en serio y que a nadie parecía importarle lo que hiciéramos o dejáramos de hacer, a Nelson se le ocurrió una idea que nos mantuvo ocupados mucho tiempo más.

Eran los años setenta.

Un lunes por la media tarde después de su habitual visita de cada mes al banco, llegó con dos cubos de Rubik en sus cajas originales sin abrir aún.

Por aquellos años y al igual que para la mayoría, el tal cubito ese, era un imposible, una manera tonta de pasar el tiempo manipulando inútilmente un misterio irresoluble.

El mismo Nelson en un principio parecía desconcertado.

Durante días y días sólo miró el Rubik sobre su escritorio sin tocarlo.

Yo, por imitación, miraba el mío.

Después de un tiempo, Nelson guardo el suyo bajo llave.

Yo también.

Guarde mi cubo Rubik bajo llave.

Por algunas semanas, Nelson Izquierdo concentrado, absorto, ausente, parecía inmerso en un espeso mundo oscuro, trabado, en el que su mente se debatía buscando algo sin encontrarlo.

Yo, ahora, miraba a Nelson a la espera de que algo ocurriera. Angustiado, con mi alma abatida, en un hilo, no atinaba ni conseguía aportar algo a la incómoda situación del silencio ensordecedor que invadía el reducido espacio en que, a diario ya no hacíamos más qué; Nelson pensar, mientras yo lo miraba pensar.

Al fin un día, Nelson trastornó el silencio quebrándolo como al cristal.

_ “Arias préstame tu Rubik, déjalo sobre la mesa y retírate unos metros.”

Obedientemente hice lo que Nelson dijo.

Aunque dadas las escasas dimensiones de la oscura oficina sin ventanas, pude retirarme ochenta y dos centímetros solamente.

De manera súbita, y sin que yo haya podido imaginar siquiera de donde, apareció en sus manos grandes, delicadas y manicuras, un martillo con el que certeramente y de un solo golpe, hizo que mi Rubik volara en mil pedazos esparciéndose por el piso.

Distraído, con su pie derecho, Nelson reunió la mayoría de las diminutas piececillas y poniéndose en cuclillas las observaba atentamente mesándose los escasos cabellos.

Yo también me puse en cuclillas.

Como un mono.

Por pura imitación.

Poniéndose de pie, Nelson se dirigió a su escritorio.

Se sentó en la silla de madera pintada de gris.

En un papel tamaño carta y cuadriculado, dibujó con mano firme lo que, para mí, qué, mirando sobre su hombro espiaba, eran extraños jeroglifos sin sentido ni significado alguno.

Poniendo en mis manos su Rubik que permanecía sin abrir en su caja original, habló,

_ “Arias, desempaca mi Rubik.” Así lo hice.

_ “Arias, desordena mi Rubik.” Así lo hice.

_ “Arias pon, mi desordenado Rubik sobre la mesa.”

Así lo hice.

Lo tomó entre sus manos grandes, delicadas y manicuras, mirándolo fijamente, atentamente, afectuosamente casi.

La mirada profunda, la respiración tranquila, el pulso firme.

Entonces ocurrió el milagro, el prodigio, el portento, la hazaña, que por desgracia únicamente fue presenciada por un mono indigno de crédito alguno.

Entre que Nelson Izquierdo tomo entre sus manos grandes, delicadas y manicuras su desordenado Rubik, y lo puso completamente ordenado de nuevo sobre la mesa, transcurrieron cuatro segundos.

Exactamente cuatro segundos.

_ “Pensé que esto era algo más serio, sentenció Nelson Izquierdo.”

_ “Arias, pásame ese martillo.”

Así lo hice.

Eran los años setenta.

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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