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miércoles, abril 24, 2024

¡Qué fatalidad!

ALGO SOBRE UNA CONOCIDA LEYENDA DEL SUR.

No es que Remedios Monge nunca se hubiera fijado en María Guevara.

Muchas veces, por la calle se habían cruzado.

María Guevara llevando a cuestas o sobre su cabeza en precario equilibrio, el enorme canasto repleto con su tambache de verduras frescas recién cortadas de su huerta heredada. Vista así, y desde lejos daba la impresión de tratarse de una gran tachuela que caminaba, sobre todo en los últimos tiempos, visiblemente tambaleante. Y en cambio ella, Remedios Monge, caminaba sin hacer nada. Sin nada que hacer. Sólo por caminar.

Tomando en cuenta lo anterior, nadie se atrevería a negar una afirmación -para algunos temeraria- acerca de que sus destinos en multitud de ocasiones se habían cruzado. Siempre de manera intermitente, dado que Remedios Monge durante muchos años, llevada por estudios primero, y obligaciones y compromisos de trabajo después, casi todos los meses del año los vivía en la capital, sin que por eso no deseara vehementemente los regresos vacacionales al pueblo, cada vez que le era posible.

Esta vez, tal regreso para ella, por fortuna se había prolongado por mucho más tiempo del esperado. Disfrutando con toda tranquilidad de la gran casa de la que tantos recuerdos guardaba. Estando por esos días de canícula atravesando por lo más caluroso de la estación, decidió Remedios Monge abrir de par en par las puertas que dan a la calle, y en el fresco zaguán de la casa colgar una de las cómodas hamacas compradas en San Cristóbal, que normalmente se hallaban a la espera de alguien, bajo los guarumos radiantes que abundan en la huerta detrás de la casa. Pero entre tantas hamacas desocupadas ahora, se sentía sola y prefirió el zaguán. Recostada en la hamaca leía lo que por obligación debía leer, enviaba y recibía correos manteniéndose al día. Pero también y mucho más, aprovechaba para leer libros que siempre quiso leer, pero que tantas veces la vida de ciudad no deja. Y dormitaba. Deliciosamente, y sin ningún remordimiento, dormitaba.

Una tarde, algo la sacó de su adormecimiento.

En lo que despertó, alcanzo a mirar de reojo la mitad de un canasto amarillo como los mangos maduros, con lo que parecía encima una peluca de hojas de muchos tonos de verdes desbordados, que desapareció calle abajo en un instante.

Al día siguiente, sólo para variar, se le ocurrió salir a comer, al restaurancito de Don Tono Gallo. Famoso en kilómetros a la redonda, por sus exquisitos platillos de comidas típicas pero diminutas de las que una vez que te servían las primeras, te era imposible parar de comer. A eso iba cuando en la puerta del local, bajo el precioso canasto repleto de verduras frescas, la voz de María Guevara, nunca antes escuchada, musitó:

_ “Señora Remedios, felices los ojos. Cuídese.”

Y sin darle tiempo a responder, cruzó la calle, y se perdió entre los frondosos palos lacandones, aguardientillos y poroporos, que fueron ellos mismos, plantados contra su voluntad en el único parque del pueblo que se construyó con el pretexto de tener donde izar la bandera al medio día del día de la independencia. Porque muchos otros como ellos, a pocas cuadras, siguen en su ambiente natural, sin la obligación de parecer contentos y sonrosados, al menos una vez al año, cuando se pregonan ruidosas, las mal tocadas marchas militares, por la única banda de ciegos a los que hay que traer desde San Cristóbal, bajo el cruel engaño de que estarán tocando en el zócalo de la CDMX.

Ya ni siquiera se quedó a comer en el restaurancito de Don Tono Gallo.

Que cabe aclarar, el cartel que lo anuncia sólo dice “Restaurante de Don Tono.” Lo de Gallo, no se te ocurra ni pensarlo. Al único que alguna vez, después de algunos vasitos de Pox, que no por dulces y diminutos dejan de emborrachar, haciéndose el gracioso tuvo la ocurrencia de soltar la prohibida palabra con “G.” Nunca más se le volvió a ver. Nunca más. Ni vivo. Ni muerto. Y vaya que, por el pueblo, los muertos deambulan tranquilamente. Pero esa es otra historia.

Remedios Monge, pensativa regreso a su casa por donde vino. Recargándose en el marco de la puerta, y pese al calor avasallador, sintió frío. Por un segundo entró a la casa en busca de uno de sus finos rebozos hilados en Santa María de Michoacán, que compró años atrás una vez que anduvo allá por el norte.

Regresó hasta la puerta. Eran las cuatro de la tarde. A las ocho, todavía con la ahora rojiza luz del sol , como a un par de cuadras venía muy quitada de la pena, María Guevara.

Caminaba sino rápida, si con cierta ligereza y con el canasto amarillo como los mangos maduros, despelucado y en bandolera. Mirando hacia el piso. Concentrada y distraída a la vez. A tres metros de Remedios, y como si María saliera apenas de un sortilegio, de un encantamiento, de un embrujo, se miraron en silencio por una eternidad efímera.

_ “Señora Remedios, que bueno que esperó por mí. Venía pensando mucho en usted. Créame que cuando anda por allá lejos, se le extraña. Y por aquí muchos sabemos que está muy bien y nos alegramos todos. Pero yo tengo que advertirle de algo muy importante. Ahora que ha abierto las puertas de par en par, como antes casi siempre estaban, o las vuelve a cerrar, o se atiene a lo que de seguro pasará. Muchos le dirán que son ideas locas de un loca. Allá usted a quien creerle.”

_ “Le cuento: cualquier día de estos entrara por esa puerta un caballo-burro. Entrará cuando menos lo espere y de seguro usted estará dormida en la hamaca y creerá que está soñando. Pero no. El caballo-burro es paciente. Silencioso. Nunca tiene prisa y esperará lo que tenga que esperar. Entonces usted recordará lo que ahora le estoy diciendo. Y tendrá más frío que ahora. Y no sabrá, que hacer.”

_ “María, los caballo-burros ¿existen? Alguna vez llegue a oír algo, pero…”

_ “ Veo que como casi todo el mundo no cree lo que digo. ¡Claro que sí! Claro que existen. Cuando llegue a verlo fíjese en dos cosas. Primero las orejas. No son orejas ni de caballo ni de burro. Son orejas de caballo-burro. Se ven distintas. Se mueven distinto. Escuchan también distinto. Y si pudiera usted acercarse -cosa que ningún caballo-burro que se precie de serlo le permitiría- podría ver que, por dentro, las orejas en cuestión están recubiertas de diamantes que brillan hasta si pudiera verlos con los ojos cerrados.”

_ “María, no creo. ¡No puedo creerte!”

_ “¡Sigale!”

_ “Sigale que así empezó su primita la simpática.”

_“Pero de usted depende.”

_ “Lo otro, si usted pudiera ver como los caballo-burros se echan para dormir -y nunca de los nuncas- un caballo-burro que se respete, lo permitiría, podría ver que los caballo-burros doblan las patas como las gallinas. Hacia atrás. Pero lo importante es lo importante y nos estamos desviando. Nunca. Nunca. Nunca. Le dirija ni un cuarto de palabra al caballo-burro. Usted, muda. Ni lo mire siquiera. Y por si acaso ni piense en nada. Ni siquiera en una mini-palabra. Con suerte y pueda ganarle al caballo burro.”

_ “¡Porque; si no!”

_ “Si en una de esas dice pío. Por decir lo menos. Ya se le torció el rabo a la puerca. Ya valió todo. Y entonces viene lo peor. ¡Que San Caralampio Bendito la agarre confesada! Porque en menos de lo que le cuento… El Hombre Del Sombrerotote aparecerá de la nada. Aparecerá de la nada el hombre del sombrerotote. Subido a lomos del caballo-burro. Fundidos el uno al otro.”

_ “María ¿de dónde sacas tantas ideas locas, María? ¿De dónde?”

_ “Otra vez habla como su primita, a ver si a usted no le pasa lo mismo.”

_ “En ese momento, tendrá una última oportunidad, -y por cómo van las cosas, no va a aprovechar usted- esa última oportunidad. El hombre del sombrerotote, sí puede hablar. El sí puede hablar, no como el caballo-burro que no puede. Primero estornudará de manera estentórea con la esperanza de que, acomedida como todos sabemos que usted siempre es, angelical e inocentemente diga: -Salud.-”

_ “Y entonces para usted todo habrá terminado.”

Si alcanza a detenerse a tiempo y guarda silencio, por ese momento la habrá librado. Pero una cascada de trampas vendrán hacia usted desde lo alto del caballo-burro. Guiños. Sonrisas. Gestos. Amenazas. Zalamerías. Todo con la horrenda finalidad de arrancarle una sola palabra. Porque con una sola palabra, él habrá ganado y usted habrá perdido. Y ya no habrá esperanza, ni arrepentimientos ni vuelta atrás”

_ “Tendrá usted a partir de ese momento; seis meses de vida.”

_ …

_ “Miro en su sonrisa burlona, que no me cree. No será ni la primera ni la última. Me ha pasado tantas veces desde hace tanto tiempo, que ya perdí la cuenta. Pero usted me cae bien. Enciérrese desde este momento. No salga por ningún motivo. Pórtese seria. Estese en paz.”

_ “No le vaya a pasar lo que a su prima Gladys, que hace unos meses por andar de graciosa se tomó todo a broma y se carcajeó hasta ponerse morada. ¡Morada! Pero como les pasa a todos, una vez que el hombre del sombrerotote logra lo que quiere, olvidan todo.”

_ “Su prima Gladys también olvidó.”

_ “Solamente de vez en vez, les entra un desasosiego, un desconsuelo que los desconcierta. Como que traen algún pendiente. Pero para que vea que esto es serio, le recuerdo que su prima cumple años la semana que entra. Para ser más exacta el martes nueve. Y por una inexplicable casualidad, la fecha coincidió esta vez. Para dentro de un año, le llevaremos crisantemos al camposanto.”

_ “Y recordaremos con ella entre sonrisas, ese primer aniversario.”

edgarsalguero@hotmail.com

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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