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miércoles, abril 24, 2024

Relato para Infantes

SE RECOMIENDA MANTENER ESTE MATERIAL FUERA DEL ALCANCE DE LOS NIÑOS.

El dinosaurio que habita entre los recovecos que la mala mano de obra dejó entre las junturas de las piedras que como cimientos soportan la casa en la que habito, finge una timidez que está muy lejos de sentir.

Nos vigilamos entre nos.

Mientras, pretendemos dedicarnos cada uno a lo suyo, sin reparar en el otro.

Al principio, cuando recién llegué a vivir en esta nueva casa, y acostumbrado a los animales que pululan por la ciudad, no fui consciente de la cercanía del dinosaurio. Una mañana cualquiera, después de – creía yo- haberme ganado la libertad, de una condena que iba de veinticinco años a de por vida, en la que por buena conducta -creía yo- me dejaban en libertad condicional después de haber cumplido veinticinco años y un día, y mientras revisaba el grillete electrónico que debería llevar, ahora sí de por vida, tuve la sensación de ser observado por algo. No por alguien. Por algo.

Fingiendo una tranquilidad inexistente en mí, lentamente como si de nada se tratara, con el rabillo del ojo inicié un barrido a conciencia por las piedras y los recovecos de los cimientos buscando la causa de mi inoportuno desasosiego.

No pude localizarlo esa mañana, ni la siguiente, ni la otra.

Entonces, coloque una cámara de esas que graban con visión nocturna y que se activan con el movimiento. Por más de tres semanas nada quedó registrado.

Nada.

Hasta que una noche, de pura casualidad, sobre la mesilla de noche improvisada junto al catre de campaña en el que duermo desde -creía yo- haber quedado en libertad, vi un instructivo que venía con la cámara, apenas visible bajo del libro que inútilmente he tratado de leer. El libro en cuestión se llama: “El día que Nietzsche lloró.” Y al levantar el voluminoso instructivo, habría sido imposible ignorar que debajo estaba otro libro: “De que hablo cuando hablo de escribir.” Excelente libro. De Murakami, pero sus cuentos no me gustan. Sobre todo, porque alguna vez, todavía en prisión, alguien me recomendó uno de los cuentos, de Murakami, como una receta segura e infalible para escapar. Pero no funcionó. Por lo menos no para mí.

En fin.

Mas que curiosidad que por un deseo de aprender, hojeé el instructivo mencionado. Nunca hago tal cosa. Por dos razones. La primera es más bien una pregunta: ¿Qué clase de imbécil hay que ser para necesitar un instructivo para cualquier cosa? La segunda, debo reconocer es ésta más de índole personal que se refiere a una incorregible inhabilidad congénita en mi para seguir instrucciones. El caso es que, inadvertidamente dejé pasar un pequeño e insignificante detalle a la hora de dejar la cámara grabando.

No le puse las pilas.

Reconociendo mi error, cosa que no hago a menudo, salí a la calle.

Una calle rústica y rural, y me dirigí hasta el lugar en donde un destartalado autobús pasa de vez en cuando, si se le da la gana, y por veinte pesos te lleva hasta -con mucha condescendencia de mi parte- algo que podría ser llamado: una ciudad.

Al llegar, entré en una desvencijada tienda de clavos y esas cosas.

Un adorable anciano la atiende mostrando siempre una delicada sombra en sus labios que cualquiera podría confundir con una sonrisa. No lo es. No es una sonrisa. Es más bien una mueca de dolor que la cruel secuela de la artritis reumatoide ha tatuado en su rostro. Una mueca. No una sonrisa.

Le pido traer desde el fondo de la tienda una cajita de anzuelos para pesca que sé con toda certeza no existe. Yo mismo, unos meses antes la adquirí, por decirlo de alguna manera. Lo miro dirigirse hasta el obscuro fondo de la tienda, con pasos más y más lentos conforme cada metro de recorrido se le hace más y más difícil y complicado de recorrer. Sé que su regreso, si regresa, no será pronto. Me acerco hasta el anaquel de donde cuelgan diversos productos casi todos ligados a la tecnología y con parsimonia elijo de entre las pilas, las de mayor precio y mejor marca. Hay colgados cinco paquetes de cuatro pilas con una de regalo. Por consideración al anciano, sólo tomo cuatro. Cuatro paquetes.

Regreso al mostrador y miro con consternación que el descuidado anciano ha dejado sus lentes bifocales ahí tirados. Cuidadosamente los tomo entre mis manos y limpio los cristales hasta dejarlos impolutos, nítidos inmaculados. Noto que uno de los soportes está torcido y flojo. Tomo una de esas cajitas con destornilladores diminutos, elijo el adecuado, uno de esos llamados punta de cruz, y arreglo el desperfecto. Monto los espejuelos bifocales sobre mi nariz, y compruebo que la parte de arriba, con la que se mira de lejos me viene como anillo al dedo. O al ojo, para decirlo apropiadamente

Con ellos puestos, salgo de la tienda caminando con pasos de conquistador convencido, sintiendo en los bolsillos de mi camisa vaquera, el peso tranquilizador de los cuatro paquetes de cuatro pilas más una de regalo, y la cajita de destornilladores completa.

Algo en mi conciencia me recrimina.

Regreso a la tienda de clavos y esas cosas, y con gran cuidado coloco sobre el mostrador la lupa de cincuenta aumentos que por puro descuido llevaba en mis manos. Por aquello de que cuando el dulce anciano regrese con la noticia de que se le acabaron los anzuelos, pueda al menos leer su periódico. Si regresa.

Busco a Camacho.

Primero por teléfono y le encargo trescientos gramos de mariguana. Después nos encontramos frente a mi iglesia favorita, la de Santa Marta, La Virgen de los Desesperados, y cerramos el trato. Me descuenta un treinta. Le regalo unas pilas como muestra de mi agradecimiento.

Después de tres horas de espera, pasa el autobús y hago el regreso hasta mi casa de pie y colgado de mala manera de un tubo que no parece muy limpio.

La mariguana no es para mí.

Pero alguna vez, no estoy muy seguro donde, leí que la mejor manera de ganarse la buena voluntad de un dinosaurio; pasa por ella.

edgarsalguero@hotmail.com

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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