Por: Fernando Escobar Ayala
No es cosa reciente que en México se carezca de una definición de política criminal; es decir, de un catálogo de acciones, procedimientos y mecanismos con los que el gobierno buscará hacer frente al fenómeno delictivo, entendiéndolo, precisamente, como eso: como un fenómeno social. En todo caso, lo que abundan son las alusiones genéricas al “problema de violencia” o a “la inseguridad”, que poco ayudan a dimensionar las particularidades, causas y consecuencias contextuales, de la diversificada actividad criminal; y sobre todo, hay un estancamiento del debate público en la disyuntiva de la militarización.
El hecho de que el rol de los militares se haya convertido en el vértice de la discusión sobre la política de seguridad, desde luego, se explica por la nueva dinámica militarista que ha adquirido la vida pública en los últimos años. El proceso ha sido de largo aliento, pero está claro que al cierre del sexenio de López Obrador, las Fuerzas Armadas han alcanzado cuotas de poder seguramente no vistas desde el fin de la Revolución. Tienen más dinero, más respaldo político y, sobre todo, un nuevo rol en la gobernanza del país, cuyo pilar continúa siendo lo que se entiende como el “combate al crimen organizado”.
Existe una dimensión retórica de la militarización en México que, además de vanagloriar a las Fuerzas Armadas, ha posicionado con éxito una explicación estándar de la inseguridad y una muy particular forma de entender a “la delincuencia”. En buena parte de los despliegues retóricos usados para justificar el reemplazo de las policías por los militares, se deja entrever una concepción de la delincuencia como si se esta se tratara de algo ajeno, de un ente separado del resto de la sociedad y que, más aún, atenta contra ella. De hecho, la primera explicación oficial detrás de la decisión de emplear masivamente al Ejército, fue que a la delincuencia se le “había dejado crecer” hasta el punto de rebasar por completo a las policías, ocasionando la violencia.
De acuerdo con dicha explicación, la delincuencia no es un fenómeno social porque no forma parte del orden de la sociedad, sino que es más bien su enemigo. La sostenida legitimidad de las Fuerzas Armadas, y el hecho de que la militarización se acepte con suma tranquilidad, en parte se deben a ese avasallante discurso deshumanizante con que en los últimos años se ha optado por referirse y por hacer frente al problema delictivo. Sus implicaciones no son menores.
Imagino que no es difícil traer ejemplos a la memoria. Sobre todo en el sexenio de Felipe Calderón, abundaban las descalificaciones para referirse a los blancos de los primeros operativos conjuntos: eran él cáncer, la plaga, los animales, los malos a los que había que derrotar, que exterminar. Las alternancias, primero con Enrique Peña Nieto, y después con Andrés Manuel López Obrador, han moderado el tono, pero la ejecución de la estrategia de seguridad sigue siendo idéntica. Se carece de políticas y programas enfocados en combatir el delito, mientras que se aumentan los recursos, las disposiciones legales y las medidas de fuerza para castigar severamente a la población que los comete.
Dice mucho de la sociedad mexicana actual, y de las implicaciones profundas de la militarización, el que poco menos de la mitad de la población de nuestras cárceles no tenga una sentencia, y que ese hecho sea aprobado por el 76% de las y los mexicanos.[1] La prisión preventiva oficiosa, defendida por este gobierno como el pilar de su estrategia de seguridad, refleja las prioridades de las Fuerzas Armadas que encabezan su aplicación. Importa asegurar el despliegue territorial permanente de la tropa, y la disponibilidad de medidas para “asegurar” y “disponer” de los acusados o sospechosos de cometer delitos. A eso se limitan las funciones encomendadas a las Fuerzas Armadas, y su legalización ha sido el eje de la discusión pública en materia de seguridad. Los problemas reales, de fondo, residen en las partes del edificio institucional que deberían limitar y vigilar los abusos punitivos: las fiscalías, los juzgados y los centros penitenciarios, para empezar.