Por: Fernando Escobar Ayala
El aumento descomunal de la incidencia delictiva y de la violencia asociada con el crimen organizado, ha venido acompañado de una creciente percepción de inseguridad compartida entre la población mexicana. Los estudiosos del delito han advertido y verificado bien sus consecuencias sociales, entre las que se incluyen: el abandono del espacio público a causa del temor que genera la delincuencia, la creciente aparición de sentimientos de sospecha y desconfianza, el cambio de hábitos y dinámicas sociales a causa del miedo, y el debilitamiento de la cohesión ciudadana como su epítome.
La Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), elaborada por el INEGI cada tres meses, es el más importante instrumento de medición de la percepción de inseguridad a nuestro alcance. Y su más reciente actualización incluye datos que motivan una nueva reflexión sobre el panorama de inseguridad en el país y sobre las consecuencias que han tenido las últimas casi dos décadas de violencia extrema sobre la sociedad mexicana.
En los últimos años, así lo confirman las mediciones del INEGI, el temor a ser víctima del delito se ha anidado como una preocupación dominante entre la población mexicana. Dependiendo de la ciudad y el tiempo en que se le mire, el porcentaje de población que afirma sentirse insegura a causa de la delincuencia llega a superar el 90%; es el caso más reciente de urbes como Fresnillo, Zacatecas, y Naucalpan, Estado de México. Históricamente, a nivel nacional, esa proporción no ha descendido del 50%, creciendo año con año hasta llegar a su punto más alto durante finales de 2017, cuando casi ocho de cada diez mexicanos declararon sentirse inseguros en sus ciudades. La historia comienza a cambiar a partir del año siguiente.
La última actualización de la ENSU, correspondiente a diciembre de 2023, confirma que nos encontramos en nuevo periodo de descenso sostenido de la percepción de inseguridad. El periodo se extiende durante los últimos seis años, y coincide con la presidencia de Andrés Manuel López Obrador. Así, al cierre del año pasado, el 59.1% de la población mexicana declaró sentirse insegura a causa de la delincuencia; lo que representa un descenso de 14.6 puntos porcentuales con respecto a inicios del sexenio. Si bien no deja de ser problemático que más de la mitad de la población viva con temor a ser víctima de algún delito, las últimas cifras de la ENSU invitan a un optimismo moderado. Pero no dejan de ser extrañas por lo siguiente.
Un dato que pocas veces se menciona en los análisis de la ENSU, es el porcentaje de población -llamémosla- “pesimista”, que augura que el problema de delincuencia en sus ciudades seguirá “igual de mal” o “empeorará” durante el siguiente año. De manera parecida a la percepción de inseguridad, el porcentaje de “pesimistas” se ha mantenido a la alza desde 2013, alcanzado su valor más alto a finales de 2017, para continuar con un periodo de descenso que se extiende hasta el pasado 2023. Sin embargo, llama la atención que, contrario al comportamiento de la percepción de inseguridad, el “pesimismo” ha aumentado alrededor de 7.9 puntos porcentuales con respecto al inicio del actual sexenio.
La explicación de este comportamiento estadístico que más suelen repetir los analistas, es que las altas expectativas sociales despertadas por el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018, inevitablemente chocaron la realidad de más de 30 mil homicidios anuales registrada durante su sexenio. Es una interpretación que guarda razón, sobre todo cuando consideramos que en diciembre de 2018, al momento de la toma de posesión del presidente López Obrador, es el periodo con la menor proporción de “pesimistas” de los últimos diez años, alrededor de 48.4%. Sin embargo, creo que el constante y creciente pesimismo expresado por la sociedad mexicana invita a una interpretación mucho más profunda, que rasque las implicaciones culturales y políticas de la violencia mexicana actual.
En un reciente libro, el antropólogo Claudio Lomnitz hace una interesante aclaración sobre el ánimo dominante de la sociedad mexicana actual. Contrario a la opinión mayoritaria, no somos una sociedad indolente ante la violencia, sino una sociedad resignada. La indolencia ocasiona indiferencia, significa un silencio moral frente a la tragedia, y concluye con el gesto privativo de dar la espalda a lo que sucede en el mundo. En México no podemos hablar de una sociedad pasmada. Los mismos datos del INEGI hablan de una población que, si bien vive aterrada por la delincuencia, no se priva de participar en el ritmo y las rutinas sociales que ofrecen la vida urbana. Si podemos, en cambio, comenzar a hablar de una sociedad consumida por la resignación.
Contrario a la indolencia, la resignación no cierra los ojos frente al mundo, sino que consiste en una particular forma de entenderlo y enfrentarlo. Resignarse significa asumir un diagnóstico de los hechos, que sobre todo recurre al fatalismo: la consideración de que la vida social sigue un curso fuera de nuestro control, que no nos deja otra maniobra que no sea dejarse arrastrar por su fuerza.
La resignación como marca cultural de nuestro presente se vislumbra en la reiterada incapacidad de imaginar y prepararse para un futuro después de la violencia. Y eso es lo que expresan el creciente número de pesimista en el país. El discurso gris, reiterativo y trivial de la inseguridad contemporánea en México, que narra las muertes como cosas que “meramente pasan”, se parece mucho a la inoperancia de nuestras instituciones. Policías y fiscalías conocen del delito, son capaces de contabilizarle, pero no de procesarle para ofrecer justicia o algún futuro distinto a las víctimas, quienes más bien son abandonadas a merced del transcurrir de los hechos.
Ante instituciones que demuestran ser capaces de maniobrar y cambiar el rumbo de los hechos violentos, la sociedad resignada se vuelca hacia la soberanía del más fuerte. La mayor afectación del crimen organizado, dice Lomnitz, se expresa en la involución política de la sociedad mexicana. En numerosas comunidades del país, diferentes grupos se disputan la autoridad haciendo alarde del poder de las armas. La sociedad del pesimismo y la sociedad resignada ante la soberanía de sus caciques criminales, son las dos caras de una misma moneda: un Estado que sólo alcanza a administrar la muerte de su población, cuyo rol de interlocutor con la sociedad ha sido tomado por la autoridad alternativa del crimen organizado. Y en eso estamos.