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sábado, abril 27, 2024

De policías y políticos

En un viejo país ineficiente,
algo así como España
entre dos guerras civiles…
Jaime Gil de Biedma

Pensé la semana pasada que el inminente fallo de la Suprema Corte de Justicia sobre el caso de Florence Cassez pondría de nuevo en discusión el desastre que los policías (funcionarios del Ejecutivo, ministerios públicos) han hecho de la justicia en México. Porque de lo que trata en el fondo es de eso: de si realmente hay división de poderes y si todavía es el caso de que, en última instancia, quienes juzgan son los policías y los políticos, no los jueces. En los estados, por ejemplo, el procurador está en el organigrama como subalterno del señor Gobernador, de quien depende que un supuesto ilícito merezca o no la consignación, es decir, pasar al terreno de los jueces. En el Estado de México Enrique Peña Nieto decidió que no hubo crimen alguno en el caso de la niña Paulette y ahí murió el asunto, se estableció como cosa juzgada sin salir del ámbito del poder Ejecutivo.

Lo que en definitiva ambigüedad la Suprema Corte vino a decirle a Florence Cassez fue: “No te digo que no.”

Por otra parte, debe ser muy mala como escuela la Libre de Derecho cuando uno de sus egresados, presunto jefe de Estado, descubre de la noche a la mañana la existencia de las víctimas (no se ha referido con igual vehemencia a las víctimas de la guardería infantil de Hermosillo) y elabora toda una intromisión intimidatoria en el Poder Judicial a 48 horas de que se reúnan los ministros de la SCJ para decidir sobre el caso Cassez. Lo cierto es que, habiendo estado a un tris de persuadir de que finalmente se vive en México una división de poderes (ideal de Montesquieu y de otros filósofos políticos), los ministros recularon, no se atrevieron, y terminaron otra vez, como en el pasado, tratando de adivinarle el pensamiento al Presidente de la República. Les sobraron togas y les faltaron pantalones.

Lo que dejaron claro, menos mal, es la posibilidad de averiguar cuál fue la responsabilidad penal de Televisazteca en la payasada de García Luna.

Era la ocasión ideal, que la historia nos había puesto en charola, para que se determinara de una vez que ya no puede ser que en México de prefabriquen delitos. Esa ha sido una de las prácticas más comunes –la otra es la de la tortura— a lo largo de todos los años posteriores a la Revolución armada e institucionalizada: el Estado mexicano no ha podido aún, hasta la fecha, resolver el problema de la policía que, dicho sea de paso, no ha podido ser la policía de un país democrático ni mejor que la de Porfirio Díaz.

En las cárceles mexicanas, me dice al abogado Francisco Acuña Griego, hay miles de inocentes que están presos porque les inventaron delitos. Una costumbre no infrecuente es que un litigante, para que el juez exonere a su cliente, tenga que conseguir un “culpable” para echarle la culpa. Vicente Leñero cuenta en su novela Asesinato que un abogado Aguilar y Quevedo en la sierra de Puebla, por el rumbo de Cuetzalan, hizo que se arrestara a dos campesinos de machete, cañeros, que pasaban por la calle. El fin: acusarlos del asesinato de los Flores Muñoz.

Así se arma un delito entre nosotros. Qué vergüenza que en todo el mundo se exhiba de qué manera se “administra” la justicia en México.

Por lo demás, se ha vuelto a poner de manifiesto, con al asunto Cassez, que la secretaría de Estado más importante en el gobierno de Calderón ya no es la secretaría de Gobernación —como pasaba antes— sino la de Seguridad Pública que encabeza —flamante e intocable, consentido y favorito— el director cinematográfico Genaro García Luna.

No somos un país serio.

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