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jueves, abril 18, 2024

El acoso sexual en las universidades y la urgencia de aguafiestas…

Hace un par de semanas leía incrédula sobre una de las grandes figuras en mi vida de estudiante, uno de esos profesores que le cambian la vida a uno. Mi gran maestro de antaño ahora era despedido de la universidad después de ser acusado de acoso sexual por sus alumnas. Me rompió el corazón.  Pensé en lo poco que había revisado el acoso sexual desde mi propia experiencia de vida y por lo tanto desde mi quehacer académico. Porque la experiencia de vida y el trabajo intelectual son finalmente inseparables, se nutren y dependen el uno del otro. El acoso sexual un tema incómodo, una reflexión dolorosa que a mí personalmente me lleva a lugares y a momentos de enojo, de confusión y de culpa. También pensé que el caso del profesor que despiden (aunque uno celebra las pocas ocasiones en las que una universidad responde) se estaba leyendo, por lo menos en las redes, como la disolución triunfalista del acoso sexual, como si después de desaparecer un acosador desapareciera con esto el acoso y la cultura que lo permite.

No he dejado de pensar en el acoso sexual, en el grado de su normalización, en las enormes barreras que nos impiden verlo en toda su complejidad y en las formas en las que esto me implica, como mujer, como profesora. No me había detenido a pensar en todo esto lo suficiente, quizás porque una de las cosas que mejor define el acoso sexual es el sentir que al nombrar un problema lo creas, al exponerlo lo corporizas, te vuelves el problema que pareces denunciar y nadie quiere ser un problema. Entonces te alejas del tema, te alejas de las víctimas aunque esto signifique alejarte de ti misma, deshacerte. Pero esto ha regresado a mí, regresa una y otra vez con más fuerza, desde las voces valientes de colegas y alumnas que buscan en mí una respuesta que todavía no logro elaborar del todo, ni siquiera para mí, desde mi propia experiencia. Mujeres, estudiantes, que se reconocen como feministas y que parecen multiplicarse semestre a semestre. Las veo en todas partes, incomodando, agitando y arruinando la zona de confort de muchos, incluida yo.

El feminismo se trata de ser un problema y aprender a vivir con esto. Se trata de nombrar lo que no se nombra, lo que incomoda, se trata de subrayar aquello que seguimos sin resolver; la violencia sexista que nos impide tener una vida que sea vivible; una violencia que nos obliga silenciosamente (como que no quiere) a acomodarnos a un mundo, a un sistema político, a un orden moral y a una universidad que nunca fue diseñada para nosotras. El feminismo se trata de retar una y otra vez que la violencia que vivimos persiste y que es material, no está en nuestras cabezas, existe. Ser feminista es apuntar una y otra vez, aunque nadie parezca estar escuchando, que el acoso sexual existe y nos violenta. Que el acoso sexual no es una  caricia sutil que malinterpretamos, no es un abrazo que malentendimos, no es un comentario que no supimos minimizar y tomar con ligereza y humor. Ese humor que como mexicanos nos distingue y que defendemos como aquello que nos ayuda a sobrevivir esta desgracia de ser siempre la próxima posible desaparecida/o. Ser feminista, como bien subraya Sara Ahmed, es ser una perene aguafiestas (killjoy). Vivimos para aniquilar el regocijo de una broma bien intencionada, para acallar las risas de aquel que en aquella fiesta sólo quería mostrarnos lo atractivas que somos desde y para el placer de su mirada, de su tacto caprichoso. Somos feministas porque rechazamos que el acoso sexual está en nuestra mente. Somos feministas porque entendemos que la creación de centros de ayuda a víctimas de violencia sexual, de políticas y programas con perspectiva de género, de cursos sobre feminismo desde la universidad y otras instituciones públicas son síntomas de que la opresión sexista y heterosexista persiste, de que todavía hay un mundo de violencias que atender. Somos feministas porque entendemos que todas estas iniciativas y políticas no son, como muchos piensan, señales de que todo está resuelto, de que nos están escuchando como se debe. Si nos estuvieran escuchando como se debe entonces el acoso sexual sería un tema del pasado, un “en aquel entonces” y no lo es. Somos feministas porque nos negamos a la mirada miope de la universalidad, porque nos atrevemos a notar nuestra ausencia en la historia, en la filosofía, en la generación del conocimiento científico que insiste en regir nuestra tierra, nuestra historia, nuestros cuerpos y nuestras formas de ver el mundo.

El acoso sexual persiste en las escuelas, las universidades y en nuestros lugares de trabajo gracias a que el precio de denunciarlo, lo que tenemos que pagar por hacerlo, parece mucho más alto que el precio de ‘aprender’ a vivir con su normalización. Entonces, en un intento de ‘control de daños’ aceptamos lo que nos parece menos doloroso aún si esa aceptación es justamente lo que mantiene y reproduce el acoso, la violencia; aún si esta aceptación funciona en detrimento de nuestra propia vida. Esta aceptación se logra gracias a la ‘zona de ambigüedad’ que el acosador es experto en producir, esa que nos impide ver en su totalidad los obstáculos que debemos enfrentar. Así, desde ese lugar borroso, confuso, comenzamos a preguntarnos si es que imaginamos lo que nos duele y violenta, si es que se trata de una muestra de afecto genuino y bien intencionado, si es que todo se debe a una mala interpretación, si al detener al acosador no arruinaríamos la vida y el autoestima de un colega, de un amigo, de un profesor querido y admirado. Desde esa visión parcializada por el miedo nos preguntamos qué puertas (¿o afectos?) se podrían cerrar si cruzamos la línea e interrumpimos la comodidad institucionalizada de la negación de lo que ocurre. También solemos buscar desde nuestro más profundo sentido de compasión razones para perdonar sin que nadie nos haya solicitado una disculpa, todo desde el silencio y desde el dolor que nos provoca el saber (porque sabemos) que algo nos pasó y que ese algo que pasó nos dolió, nos violentó. Lamentamos, como en un duelo, las pérdidas, lo que perdimos en la escena del crimen al quedarnos calladas con el único propósito de no mover las aguas; lamentamos el perder nuestra propia seguridad y el sentido de ser persona. Nos refugiamos algunas veces en la solidaridad de otras mujeres que han pasado por lo mismo; nos avergonzamos ante las que se han atrevido a denunciar porque ellas han demostrado ser más fuertes y al mismo tiempo observamos cómo esas mujeres se exponen a todo logrando casi nada. Esas mujeres, las que denuncian, se vuelven el ‘castigo ejemplar’ al que nos obligan a observar con detenimiento. Eso es lo que nos puede pasar, ellas son las ‘mujeres problema’ en las que nos podemos convertir si denunciamos, si ponemos un alto al acoso sexual ¿Quién querría ser ellas? ¿Quién podría? ¿Quién se puede sostener en un proceso de denuncia que termina por revictimizarlas?  Ante este espectáculo no nos queda más que volver a elegir la normalización del acoso sexual, la justificación constante del acosador por quien en muchas ocasiones sentimos afecto, finalmente es un colega, un amigo, un profesor. Es también el miedo a la pérdida de ese afecto lo que arrasa con esa certeza de que algo no está bien, lo que apaga el grito de tu cuerpo que te dice ¡si no se siente bien, es que no está bien!

El cuerpo suele decir lo que la boca se niega a articular.

En palabras de Ahmed, hemos construido una cultura alrededor del afecto que ‘habilita a los acosadores sexuales al ser perdonados, es como si su vicio fuera nuestra virtud’, la virtud de ser empáticas y compasivas. Pero estas son virtudes que habríamos de volcar hacia nosotras mismas, para no parar de nombrar lo que nadie quiere nombrar porque incomoda, para no dejar de ser las aguafiestas que se atreven a señalar a todo aquel que nos violente. Es esa empatía y compasión hacia las condiciones de nuestro propio sobrevivir lo que no podemos olvidar jamás y lo que nos hace ser y vivir como feministas. Una empatía hacia un yo fragmentado que por un lado tiene acceso a la verdad de lo que siente, de lo que experimenta ante un caso de acoso y por el otro se ve obligado a negarlo, a negarse y con esto deshacerse. Ante esto, sororidad, ante esto la repetición infinita de la demanda de una vida que sea vivible, repetir para que las voces se sigan multiplicando, repetir como ecos imparables para defender algo que es nuestro; la vida. Repetir y repetir para incomodar, repetir que algo está mal aún si con esto interrumpimos el goce que siempre parece suceder a nuestra costa, a costa de nuestro silencio. El acoso sexual en las universidades es algo con lo que las mujeres vivimos y padecemos sin un apoyo institucional y social adecuado. Esto es así, aunque incomode. Repetir hasta que realmente podamos hablar sobre el acoso sexual en tiempo pasado.

 

Correo electrónico: abrilsaldana@gmail.com

Abril Saldaña
Abril Saldaña
Doctora en sociología por la Universidad de Manchester en Inglaterra. Es actualmente profesora-investigadora de la Universidad de Guanajuato, Campus León. Sus intereses de investigación son género y sociología del cuerpo y ha publicado artículos sobre trabajo doméstico, mestizaje, racismo y desarrollo sustentable/ecofeminismo. Su página personal es: http://ugto.academia.edu/AbrilSaldañaTejeda Correo electrónico: abrilsaldana@gmail.com Twitter: @Abril_SaldanaT

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