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viernes, abril 19, 2024

El ejemplo de Juan Carlos

A Juan Carlos Romero Hicks siempre le ha gustado el poder político. Más, muchísimo más que la abnegada faena intelectual, exigente y poco lucidora. Por eso finge ésta, para conseguir aquél.

Este modus operandi le es característico. Y le ha resultado tan lucrativo, que de esa manera ha podido ser, desde rector de la Universidad de Guanajuato hasta gobernador.

Para conseguir sus posiciones de poder, Romero siempre ha hecho política. Pero no por la sacrificada vía de la meritocracia en las filas partidistas, en la cual se milita y se lucha con otros para lograr el ascenso.

Lo suyo es la política de salón, que tiene en el disimulo, la manipulación y el tráfico de influencias sus mejores recursos.

El método es tan válido como cualquiera otro en la política. Es muy cómodo, pero no es perfecto.

Así lo acaba de comprobar el propio Romero con la ignominia que le infligió el Consejo Universitario al negarle el Doctorado Honoris Causa, DHC. Aunque pareció un caso de Justicia Poética.

La razón fue irónica. Su Universidad, en la que ha sido “alumno, profesor, funcionario y autoridad”, no localizó los méritos académicos que ha usado por décadas para escalar hacia los puestos que ha usufructuado.

Lo peor para él y sus promotores, fue suponer que lo lograría, igual que cuando tuvo todo el poder universitario, un tiempo como rector y otro como gobernador.

Romero Hicks, y los que en la UG lo apoyan, para apoyarse a sí mismos, parecieron algo tardos en eso de percatarse del cambio de los tiempos. Presumieron la conservación de una influencia, si no absoluta, al menos mayoritaria. Ya comprobaron que no.

Su pertenencia a El Yunque (“Agustín de Iturbide” es su alias) está muy devaluada, y muy desvaídos sus merecimientos originales, por su ayuda para reprimir la huelga universitaria, en 1977, y el invento de un sindicato patronal para impedir la sindicalización independiente de sus colegas. Su último ascendiente decisivo sobre la UG terminó cuando dejó la gubernatura. Entonces, los grupos universitarios emprendieron una redistribución del poder, que lo ha incluido, pero sólo secundariamente.

Sin el viejo poder, la pretensión del DHC sólo podía haberse fundado en algo sólido, como la obra académica que supuso la leyenda romerista cuando era el todopoderoso. No la tiene. Apenas se licenció en Relaciones Industriales y cursó un par de maestrías, sin obra conocida.

El develamiento ha sido algo más que incómodo: académicamente, el rey Juan Carlos va desnudo. Antes, ya había hecho esa verificación la comunidad científica, por lo cual obligó a Felipe Calderón a despedirlo del Conacyt.

La utilización más fuerte de la UG para la carrera política de Romero fue cuando le sirvió de trampolín hacia la gubernatura como candidato del PAN. Ahora necesitaba el DHC para hacer lucir su currículo rumbo a su nueva ambición: la presidencia nacional del PAN. En la pretensión, perdió más de lo que esperaba presumir, poder sobre la UG: le hubiera sido de mayor utilidad que se siguiera creyendo que lo tenía. Ya dio prueba de que no lo tiene.

Aparte sus escasos merecimientos partidistas, el peor enemigo de Juan Carlos sigue siendo él mismo. La soberbia que lo llevó a la aventura del DHC, lo vuelve a perder ante el fallo contrario del Consejo Universitario. “Respeto esa determinación”, dice, cuando sólo le tocaba acatarla. ¿O acaso pensó en impugnar?

En fin, que en este lance se disipó la artificiosa fama del académico-político con la que ha andado por el mundo. La moraleja es que sólo se trata de un político, a secas.

Y mucho tiene de positivo esa revelación. Los jóvenes universitarios a los que les llame la política ya saben que no deberían seguir su ejemplo. Hay que ponerse a estudiar…

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