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viernes, marzo 29, 2024

México sin agua

Regreso del extranjero y enfrento una triste noticia: la muerte, a los 63 años de edad, de mi amigo Jorge Legorreta, destacado arquitecto urbanista, gran conocedor de los males y bienes de ese extraño fenómeno social que conocemos como la Ciudad de México.

Atrincherado en su cubículo de investigador y profesor de la UAM Azcapotzalco, o bien en su oficina de funcionario del Gobierno del D.F., Jorge fue un constante estudioso de la colosal urbe y a la vez un activista político, acérrimo defensor de los grupos más desposeídos de la población, que cada día sobreviven como pueden frente a la escasez de todos los servicios y la proliferación de todas las carencias.

De entre muchos temas de interés sobre el devenir de la gran ciudad, uno en especial mereció la mirada constante de Jorge: el problema del agua. De hecho, una parte medular de su legado académico es precisamente un libro publicado en 2006 con el escueto título de El Agua y la Ciudad de México.

A lo largo de esta obra, con la minuciosidad del urbanista metido a historiador y cronista, Jorge Legorreta nos narra esa rara empresa, joya del surrealismo mexicano, consistente en pasarnos siglo tras siglo en la faena de sacar agua de la capital del país, transformando la antigua ciudad lacustre en una metrópoli cada vez más sedienta, que para colmo, como efecto derivado de la debacle ambiental, se ahoga cada vez que llueve más de lo habitual.

Desde los tiempos aztecas, nos explica Legorreta en su libro, el tema del agua y la gran ciudad significó un insano relato de obras hidráulicas portentosas y también desastrosas, destinadas tanto a desecar el gran lago del Valle de México como a contener las periódicas inundaciones o a transportar el líquido vital, ahora insuficiente, desde otras cuencas y regiones, a veces muy lejanas.

Legorreta comienza su historia haciéndonos recordar cómo los antiguos asentamientos de Chalco, Xochimilco, Iztapalapa, Azcapotzalco, Tacuba y Coyoacán no sólo eran poblados vecinos de la gran Mexico-Tenochtitlán, fundada en el centro del lago, sino verdaderos puertos ribereños que vivían de la pesca, de la agricultura y del bosque. Y nos cuenta una historia olvidada: antes de morir asesinado por los soldados del emperador Ahuízotl, el cacique Tzotzoma de Coyoacán, aniquilado justamente por negarse a compartir el agua de su pueblo con el gran imperio, predijo grandes desventuras para la urbe azteca. Hoy, cinco siglos después, parecería que los malos augurios de Tzotzoma se volvieron una terrible realidad.

Pero la problemática del agua en nuestro país no es exclusiva de la ciudad de México, por más que en ella encuentre sus expresiones más graves. Surrealistas como somos, nos alejamos de nuestros extensos litorales para venirnos a vivir a las tierras altas y secas del centro y del norte. Para dar una idea de la dimensión de la crisis del agua en estas tierras que habitamos, basta señalar que se estima que la actual disponibilidad per cápita de agua, en el Bajío y en los estados norteños, alcanza apenas los 2,000 m3/hab/año. Según los parámetros internacionales, se considera que un territorio se encuentra en condiciones muy riesgosas cuando la disponibilidad de agua es menor a los 5,000 m3/hab/año.

Enfrentar esta problemática nacional no es sólo cuestión de ejecutar grandes obras hidráulicas, como la presa del Zapotillo, tantas veces detenida. Ante todo es necesario realizar un cambio cultural profundo, que nos lleve a modificar nuestros irracionales y suicidas patrones en el uso y consumo del agua. Y es que, como realmente no pagamos a su verdadero costo el agua que consumimos (merced a los subsidios que prevalecen), simplemente la derrochamos.

Para impulsar este necesario cambio cultural, se vuelve inaplazable la formulación de una verdadera política de Estado, implementada por los tres niveles de gobierno, que contemple como uno de sus primeros ejes de acción la revisión del marco jurídico vigente, llevando a cabo una reforma legal –otra más- que elimine las importantes lagunas y omisiones que presenta la Ley de Aguas Nacionales vigente.

Una política de Estado que resuelva la falta de coordinación institucional para planear, construir y operar la infraestructura hidráulica, que desaparezca la enorme duplicidad de funciones entre las secretarías y dependencias de gobierno y que promueva también un amplio programa de investigación científica y tecnológica en la materia, del cual hoy en día carecemos.

Una política de Estado que permita retribuir a las cuencas y regiones cedentes el valor de los volúmenes de agua que se extraen de sus respectivos territorios para satisfacer las necesidades de otras cuencas y regiones, dando pauta para avanzar así en el establecimiento de un necesario equilibrio entre crecimiento económico, desarrollo regional y sustentabilidad ambiental.

En suma, una política de Estado que posicione al agua como lo que es: el más vital, el más estratégico, de los elementos fundamentales no sólo para nuestro desarrollo, sino para nuestra sobrevivencia.

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