Suele ocurrir que el máximo responsable de un encargo público es el último en enterarse de las sutiles variaciones que se producen en los equilibrios de poder conforme pasa el tiempo.
A menudo deben ser eventos traumáticos los que obliguen a los altos funcionarios a reflexionar sobre aquella vieja verdad que retrata la locución latina Sic transit gloria mundi: Así pasa la gloria del mundo.
En su momento, Juan Manuel Oliva debió sufrir la incomprensión de un jefe que era escéptico con respecto a su crecimiento político. Juan Carlos Romero Hicks, gobernador del estado, veía con profunda desconfianza los intentos de su entonces secretario de gobierno por posicionar su proyecto ante las bases panistas, a grado tal que finalmente acordó la renuncia de quien ya era un fuerte precandidato a sucederlo.
Oliva regreso a una curul senatorial de la que había solicitado licencia y desde ahí desplegó una precampaña que se volvió modélica para el panismo, ha grado tal que hoy es imitada por cerca de media docena de militantes conspicuos de ese partido.
Más de un sexenio después de aquella pugna, la que incluso concluyó con Romero Hicks impulsando a un candidato alternativo a Oliva, en la persona de Luis Ernesto Ayala, y sufriendo una derrota memorable, vemos como la rueda de la historia ha dado una vuelta completa y se estaciona en el mismo lugar.
Esta vez Oliva no se opone propiamente a un precandidato, pues resulta por demás sabida su inclinación hacia Miguel Márquez Márquez, a quien incluso colocó, como si fuese una pista de despegue al frente de la Secretaría de Desarrollo Social.
Sin embargo, el afán de dar directrices y mantener el control a cómo de lugar por parte de Oliva, ha venido ahogando la espontaneidad y las posibilidades de crecimiento del propio Márquez, en una corroboración de aquella vieja creencia pedagógica de que son los vástagos con más retos ante sí los que se fortalecen, antes que los excesivamente mimados.
Pero hay otro espacio del poder panista donde sí parece estarse produciendo una situación similar a la que el gobernador leonés vivió como precandidato y que podría definirse como la incapacidad para reconocer el crecimiento de un cuadro emergente.
Eso ocurre en el PAN estatal, donde la franquicia dejada por Oliva en manos de Gerardo de los Cobos, que como en la parábola bíblica de los talentos regresó la heredad sin acrecentarla en lo más mínimo, fue asumida por Fernando Torres Graciano, un operador tan ambicioso como eficiente que ha terminado por constituir un polo de poder con una gran margen de autonomía.
La determinación del jefe estatal panista le trajo beneficios al propio gobierno olivista, uno de los cuales fue el de generar un equilibrio dinámico que impidió la conversión del poderoso Gerardo Mosqueda en una auténtica eminencia gris, algo que incluso permitió a la postre que Oliva pudiera deshacerse de él.
Hoy, al manejar su propia sucesión, Torres Graciano está buscando garantizar su próxima estación política, la candidatura al senado, en medio de un panorama de inestabilidad donde esa posición está sujeta a la negociación de la candidatura al gobierno en una carrera que está transitada como nunca.
La reflexión de Torres Graciano, vista a distancia, parecería ser: “si el gobernador no me va a garantizar mi crecimiento, entonces me lo garantizo yo mismo”.
Es, exactamente, la misma reflexión que debió hacerse Oliva cuando abandonó la secretaría de Gobierno para regresar al Senado y emprender una dura campaña en solitario que, a la postre y contra todos los obstáculos, culminó en la candidatura panista y después en la gubernatura.
Ahora, como suele ocurrir en la historia, el Oliva independentista y autónomo, busca frenar a quienes tratan de emularlo. Seguramente, como le ocurrió en su momento a quienes trataron de detenerle a él, también fracasará.
