Los mexicanos tenemos dos condiciones opuestas pero encerradas en una sola palabra: miserable.
De un lado, abundan y se ostentan los más ruines, los canallas, los que se agandallan las riquezas del país, tengan o no profesión formal. Del otro, la inmensa mayoría insignificante y sin importancia, sometida a la desdichada pobreza.
Los gobernantes parecen los mismos perros con distintos collares: actúan en las instituciones de formas iguales: tacaños para los más, generosos para los menos (incluidos ellos mismos).
La enorme mayoría no entiende ni se ocupa de su insignificancia; su día a día es la sobrevivencia en el mundo del consumismo.
La convivencia es tóxica en la medida en que las diferencias se abisman y cada quién reza a su santo, se rasca con sus uñas y evita al prójimo.
Pero como los extremos suelen llegar a tocarse, la extrema pobreza va a irse sobre la extrema riqueza de modos insospechados, aunque violentos como todo apunta en la cotidianidad. Y a la inversa, como veremos no bien asuma el copetón del norte.
No tenemos policía confiable que nos proteja, al contrario, ya le tememos; no contamos con ayuda eficiente de las instituciones para resolver nuestras ingentes necesidades de justicia; y, sobre todo, la economía se ceba ruin mediante el acaparamiento, el encarecimiento, el tope salarial, el desempleo y la criminalidad.
No hay apocalipsis súbito, lo que tenemos es un panorama en el que nos tocará vivir el tiempo que viene y en el que tendremos que elegir quién sí tiene salidas o, por lo menos, dignidad genuina.