Homo sapiens puede lo que puede porque es capaz de darle significados a sus palabras, esas que dirigen las cosas: casa, ciudad, política, democracia, el otro…
La humanidad tiene en su curiosidad por enterarse de las historias en torno suyo el mayor recurso para convivir. Somos esencialmente chismosos.
Para referirnos al otro, utilizamos las palabras que creemos le definen más cercanamente a nuestros juicios. Y así ha sido desde el principio en que nos hicimos verbo.
Pero no siempre ha sido la misma palabra la usada para referirnos al otro e identificarle. Las palabras se han venido generando conforme se necesitan.
Pero cada momento ha tenido prohibiciones en el uso de las palabras. En casa decente ninguna palabra obscena. En la calle, cualquiera avienta malas palabras.
En privado podemos dar el uso a las palabras que queramos o comprendamos; pero en público, algo de recato impide la expresión abierta. Sin embargo, eso queda a discreción de cada quien. Hasta ahora en que lo políticamente correcto nos ha obligado. Desde todos los flancos ideológicos se atizan prohibiciones cuando se trata de referirse a tal o cual cosa. Ya no se puede decir enano al enano, negro al negro, vieja a la mujer, puto el que lo lea, etcétera. Vamos, ni piropo alguno so causa de acoso.
La revuelta contra lo políticamente correcto ya tiene triunfos: ahí está el reaccionarismo gringo que encumbró a un contrario a lo políticamente correcto; acá también se escucharon en las movilizaciones “familiares” encendidos discursos contra la equidad de género y hacia la jotería (gay, se dice gay). Ah, tenemos pura palabra preñada de contenido político: esas son las luchas del momento.
